31 agosto 2005

Contraposiciones

Dionisio González. Del espacio amurado a la transparencia - Casal Solleric

Dionisio González (1965), gijonés afincado en Sevilla, visita el Casal Solleric con sus montajes fotográficos. El artista indaga las posibilidades del espacio como elemento de reflexión, incluso poetizable, en obras como La casa Soliman (1997), en que asistimos a un empleo inteligente y cristalino de la caja de luz, ese dispositivo del que tantas veces hemos constatado un uso erróneo o superfluo. Parecida inteligencia en el manejo de los espacios real y ficticio a través de una caja de luz, heredera del trampantojo y, en esta ocasión, de gran profundidad, la hallamos en Rooms (1999-2000), que impacta al visitante recién ingresado en el recinto como lo hizo en su día en ARCO. Sus Swimming pools (2000) redundan en el mismo recurso, ofreciendo, además de una imagen nítida –de gran pureza formal, muy de su gusto–, un puñado de sugerencias, desde el útero protector hasta la exploración de los límites de la libertad, la anatomía y el movimiento.

Tal interés por los espacios confluyentes conduce naturalmente a la investigación en torno a la arquitectura. Las series Situ-acciones (La Habana, 2001) e Inter-acciones (2002) y el trabajo desarrollado en las favelas brasileñas desde 2003 ponen en juego la intensa formación adquirida por González en los terrenos de la infografía y la fotografía avanzada. Con resultados más irregulares en lo formal que en lo conceptual, no cabe duda de que el ejercicio de superposición de escenarios reales (miserables, habitados) y ficticios (acristalados e impecables como escaparates) despabila las conciencias: uno de los objetivos declarados del artista.

No debemos pasar por alto la interesantísima serie Levels of Sound (2000), en la que González practica la sociología por medio del retrato y de los textos incorporados, procedentes en su mayoría de contextos de comunicación estandarizada pero resemantizados en sentido desautomatizador. La paradoja y la mordacidad golpean suavemente al espectador como consecuencia de la contradicción que se da entre la inmovilidad del retrato y el gran dinamismo del flujo de pensamiento; entre la abundancia de connotaciones y el mutismo que indican tanto el símbolo del volumen en pantalla como la impasibilidad de los rostros. Última Hora.

17 agosto 2005

Menos es más

Una línia subtil: Shoji Ueda - Fundació La Caixa

La sutileza como sinónimo de inteligencia sin alardes; la sutileza como marca de rigor en el análisis; la sutileza como delgadez extrema, como silencio fértil: cualquiera de los sentidos que apliquemos al adjetivo sutil le cuadra a la obra del fotógrafo japonés Shoji Ueda (1913-2000), quien a lo largo del siglo XX disfrutó el raro privilegio de poder trazarse una trayectoria personal e independiente de modas y condicionamientos económicos.

Se reúnen en la presente muestra algunas fotografías primerizas, en las que asistimos al aprendizaje de un artista que residió en una región relativamente aislada del mundo de la fotografía artística y entre las que, junto a retratos plenamente academicistas –y técnicamente correctísimos, como el Retrato de una mujer (1936)–, aparecen innovaciones en el ángulo (Cruce de Hibiya, 1932) y alguna de sus primeras obras maestras. En Viento de primavera (hacia 1937), por ejemplo, el ángulo casi a ras de tierra permite situar al personaje ahí donde el fotógrafo pretende presentarlo: en medio de una naturaleza que desborda el espacio con sus líneas en fuga y sus texturas ásperas. Esta imagen permite ya contemplar las líneas que inspirarán el trabajo de Ueda a lo largo del siglo: la desnudez de elementos, el coprotagonismo del espacio frente a los objetos (véase Niño y hombre mayor, hacia 1935), la manipulación de la perspectiva, el cuidado infinito en la composición y un interés fundamental por sugerir lo que sucede más allá del encuadre. Obra grande es también su bellísima Naturaleza muerta en la playa (1938), donde al doble sentido en el título se añade un empleo ejemplar de la profundidad de campo. La exposición cierra una época juvenil con un prodigio de composición, Cuatro niñas posando (1939), acertadamente galardonado en la época, que prefigura la fase de su trabajo que el crítico Iizawa Kotaro ha denominado Teatro de las dunas (1945-1951).

En esta serie, el fotógrafo aprovecha la luz especial de las dunas de Tottori para recontextuar sus personajes. La pertinencia de referirse al arte dramático queda patente en piezas como El papá, la mamá y los hijos (Mi familia) (1949), donde cada figura asume una actitud; porque la fotografía de Ueda es, en definitiva, un catálogo de actitudes. En Mi esposa en las dunas (III) (hacia 1950), el recurso de Ueda al espacio abierto, el juego de sombras como rediseño de una perspectiva fabricada a voluntad, la desnudez paisajística y la multiplicidad de los focos de atención de las figuras, todos fuera del encuadre pero ninguno coincidente con el objetivo, como ya sucedía en Cuatro niñas posando, consigue sugerir la percepción de un mundo autónomo y completo, a la vez que descarga de protagonismo a las figuras humanas, que pasan a ser meros elementos de la composición artística.

Ese esteticismo es claro en algunos de sus paisajes de los años cincuenta. El frecuente juego de reflejos en el agua (Superficie del agua en el estanque, premiada en 1954, o algunas piezas de la serie Lago, 1959), y los embarcaderos y las estacas que emergen de su propio reflejo (como en el magnífico Estacas en el lago, 1959) suponen un acercamiento a la vanguardia pictórica. La reproducción de paisajes nevados, en los que la repetición casi geométrica de escalinatas (Caminante en la nieve, 1957) o embarcaciones (serie Lago, 1959) componen un universo de gran pureza formal, llevó a Ueda, entre otros premios y reconocimientos, al MoMA de Nueva York con su Superficie de la nieve seleccionada por Edward Steichen. El retorno a las dunas en los ochenta y retratos como los de Sooji Yamakawa (1984), en el que una vez más las sombras sobre la arena actúan como catalizador de ideas, demuestran el apego del artista por cierto simbolismo suave, de concepto sencillo y realización muy cuidada.

El universo artístico de Shoji Ueda –que ha sido calificado con frecuencia de humanista–, en fin, se basa en una noción del hombre integrado en un mundo complejo, y la sencillez de sus ambientes contribuye paradójicamente a destacar esa concepción que, lejos de disminuir al ser humano, atiende a su verdadera dignidad social y natural. La guerra de 1939-1945 y la muerte de su esposa y colaboradora Norie en 1983 no hicieron sino jalonar de murmullos un camino que ya por sí huía de las estridencias. Estamos ante un panorama muy completo de un enorme artista, para el que el despojamiento era más atractivo –más significativo– que la abundancia. Última Hora.

10 agosto 2005

Fotografía y sociedad

Carles Congost. Coming soon… - Horrach Moyà

Entre los maestros de la fotografía contemporánea, la británica Gillian Wearing ha ejercido su influencia merced a un modus operandi ciertamente contemporáneo y efectivo. Carles Congost (Olot, Gerona, 1970) tiene bastante que ver con esa mirada lúcida que emplea enfoques narrativos para desvelar el antes y el después de la escena, que no se conforma con retratar sino que explora las relaciones que se establecen entre los seres humanos y denuncia sus aspectos más oscuros o, bajo una normalidad asumida, más desquiciados.

Protagonista, pese a su juventud, de una trayectoria impresionante, que junto a su presencia en el Reina Sofía –entre otros museos y fundaciones nacionales– incluye colaboraciones con estrellas de la música pop, Congost muestra en Horrach Moyà parte de su obra más reciente, agrupada en tres series tituladas The revolutionary, Gloria y Backpackers. En la primera, las figuras de un mendigo y tres jóvenes consumidores de hamburguesas y moda juvenil actúan en contextos entrecruzados: el consumo que todo lo iguala, la figura del sabio o el profeta (en un sentido directo o quizá puramente mediático y de consumo), los ideales traicionados o la mendicidad satisfecha plantean multitud de cuestiones abiertas que impiden que el espectador apueste sobre seguro. En Gloria, el rechazo que uno siente inicialmente ante lo obsceno deriva naturalmente hacia la reflexión sobre las raíces de esa obscenidad. A través de eficaces procedimientos dramáticos que trenzan lo hiperreal y lo fantástico –y hay que destacar el excelente dominio de la composición–, la conclusión no puede obviar la hipocresía que nos permite asumir la violencia como ingrediente cotidiano del mundo adolescente, pero no contemplar su exposición. Backpackers, por último, integra elementos del cine y el tebeo y un humor no lejano a la provocación y a la ambigüedad.

En las series de Congost, que mantienen un nexo evidente con la cultura de masas –cine, televisión, moda, publicidad–, se delata también cierta privilegiada relación con el arte dramático. Tanto la disposición de los modelos (que cabría denominar dirección de actores, en un autor que también trabaja habitualmente con el vídeo) como el uso de luces y la composición dejan clara una intención escenográfica que va más allá de lo meramente narrativo. Última Hora.

03 agosto 2005

Procesos naturales

Bernd Koberling. Partícula oceánica - Jule Kewenig

Cuando aún resuenan en Palma ecos de la visita del islandés Erró a Es Baluard, otro personaje muy unido vital y artísticamente a aquella isla nórdica visita la sucursal palmesana de la galería colonesa Jule Kewenig. Bernd Koberling (Berlín, 1938) pasa desde 1977 una parte del año en su tierra natal y la otra en Islandia, pintando pequeñas acuarelas inmerso en el paisaje del brevísimo verano noratlántico. De regreso en la vieja capital prusiana, traslada su experiencia a grandes formatos, empleando una técnica original que en los últimos años ha llegado a dominar a la perfección: sobre una plancha de aluminio extiende capas sucesivas de yeso, fabricando así un fondo claro y absorbente sobre el que aplicar minuciosamente acrílicos muy diluídos, lija y disolventes.

Aunque haya quienes siguen calificando su obra de abstracta, Koberling incluye en ella elementos de figuración muy evidentes. Si el paisaje islandés no es reconocible, sí lo son los procesos naturales de los que el artista parece gustar de rodearse y que constituyen el tema de su pintura: el discurso de los fluidos, la delicada coloración de efímeras y minúsculas verduras, los movimientos de fecundación, las luces filtradas por tejidos vegetales o minerales, los brillos de las rocas, el rítmico baile de los microorganismos, los rastros de las criaturas minúsculas y sus despojos, la transparencia del aire, incluso explosiones cósmicas y lejanas nebulosas... Sangre, agua, clorofila, lava, firmamento: la naturaleza más esencial y sugerente presta sus rasgos a la obra de Koberling, que, sin copiarla, imita sus efectos.

La reiterada presencia de manchas y brillos esferiformes, a medio camino entre lo material, lo acuático y lo puramente luminoso, al igual que los trazos que fingen órbitas, constelaciones, bosquecillos de líquenes o redes moleculares, delatan lo mucho que cuentan biología y geología en la obra del veterano berlinés. Pero ahí acaba la relación de su pintura con la naturaleza; nada más lejos de un paisaje que cualquiera de estos acrílicos. Artista proveniente del neoexpresionismo de los ochenta y de cierta abstracción de los noventa, Koberling ha bebido de nuevos veneros creativos y ha encontrado en las partículas y en los procesos que inventa un mundo de conceptos propio e inconfundible. Última Hora.