21 agosto 2008

El espíritu de la piedra (*)

Pedro Flores. El espíritu de la piedra - Espai d'Art Miquela Nicolau (Felanitx, Mallorca)

Conocí la obra de Pedro Flores (Jódar, Jaén, 1961) en Felanitx, gracias a Miquela Nicolau, en cuyo Espai d’Art disfruté por primera vez de algunas de sus creaciones. Ya en ellas aprecié un escultor de voluntad tan férrea como las piezas que salen de su taller.

La mencionada sala de arte y el Ayuntamiento de Son Servera organizaron en 2007 una hermosa muestra al aire libre en esa localidad con obra de Flores, Autoretrat en pedra i ferro: una colección de piezas que, conforme al uso del escultor, combinan dichos dos materiales en la búsqueda de esencias reconocibles. Entre las obras expuestas se encontraba una en la que la presencia de la piedra domina abrumadoramente sobre la del metal: tres grandes bloques de roca de evidentes reminiscencias prehistóricas, sin apenas tallar, cosidos en fila por tensores de hierro oxidado: una especie de tren pétreo, inmóvil por su propio peso y por su antigüedad. La mineral instantánea de un viaje a ninguna parte. Una estructura que pretende articular lo que por su propia naturaleza no tiene movimiento. La geología fuera de contexto. El contrasentido hecho forma. El título de la obra no podría ser más explícito: Nacionalismo. El comentario del autor al pie de la imagen, tampoco: “la ignorancia es el alimento de los necios”. Tan rotundo como revelador.

Que alguien tenga las ideas tan claras y opte por declararlas libérrimamente, sin tapujos, no es frecuente. Que lo haga con semejante acierto y economía de recursos expresivos, tampoco. Flores conoce el pulso de la piedra y la somete a las operaciones justas para que florezca el significado que él ya le reconoció en el mismo campo o en la cantera. La combinación de hierro y piedra le ha servido para forjarse un lenguaje figurativo, que a veces (como en el caso citado) adelgaza hacia lo conceptual con paradójica sutileza, y otras (como en la presente exposición) quiere convertirse en espejo sincero de cotidianas esencias mallorquinas, con la aportación de texturas y de un carácter primordial en los objetos que los imbrica discretamente en el mundo de lo natural, con las connotaciones de estabilidad, durabilidad y sencillez que ello supone.


El mobiliario y los enseres estaba ya presentes en Autoretrat en pedra i ferro, en la que un Piano denso y contundente, un Sofá o una Maleta sugerente de nostalgias migratorias poblaban las calles de Son Servera de ecos humanísimos. Para Flores no hay arte que pueda aislarse de la experiencia vital, y en sus objetos hallaremos ecos llanos de un recorrido, sin solemnidades huecas ni simbolismos rebuscados. La piedra sometida al hierro reciclado, las soldaduras minuciosas y desacomplejadas y el brío creador que sin duda transmiten las piezas son vectores de un arte enérgico y delicado a la vez, cercano porque busca los espacios comunes con el espectador, humilde en su respeto de lo que nos viene dado por la naturaleza pero ambicioso en su efectiva capacidad de decir de manera inteligible y ordenada una realidad que es multiforme y compleja.

Como el pensamiento o el gusto hogareño, el sexo está también en esa realidad, y aparece como propuesta llena de connotaciones en la cabecera de una cama. La hospitalidad de la chimenea; la melancolía de la comunicación a distancia y de un tiempo que vivimos y, no obstante, apenas alienta ya en un sobre medio abierto; o el juguete infantil que nos retrotrae a una época de inocencia electrónica y dibujos animados con doblaje hispanoamericano: todo en esta exposición quiere remitirnos a los olores de lo vivido, con sencillez expresiva pero con toda la rotundidad que le prestan los materiales. De habitación en habitación, el visitante reconocerá en lo inmóvil el pálpito –paradójicamente inquietante y tranquilizador al mismo tiempo– del discurrir del tiempo y su contenido. La obra de Pedro Flores nos traslada así a un ámbito de acomodo con la naturaleza, con la tradición y con el espíritu. Hay que aceptar la invitación y agradecérsela.

(*) Publicado en Pedro FLORES, El espíritu de la piedra, catálogo de exposición, Felanitx (Mallorca): Espai d'Art Miquela Nicolau, 2008, pp. 6-7.

23 abril 2008

La Palma de Azri (*)

Jorge Azri - Joan Oliver "Maneu"

La pintura de Jorge Azri (Hasake, Siria, 1961) se caracteriza por el logro de efectos de complejidad y profundidad sin el recurso a la perspectiva clásica y por la consecución de atmósferas a través del color y la luz. Azri no busca tanto representar la realidad como alambicar con destreza los componentes subjetivos de la mirada del espectador con el pretexto de motivos y mundos más o menos reales. Los elementos que componen esos mundos son lo de menos; están al servicio del conjunto, puesto que conjunto es todo aquello que percibimos cuando miramos, y el trabajo de Jorge Azri es fundamentalmente el de reproducir los mecanismos afectivos de la percepción a fin de crear, más que realidades, miradas.

Menos preocupado por el trazo que por las texturas, Azri trabaja las técnicas mixtas: óleo, fotocopias, cola, cartón, fotografía, recorte de periódico, barniz, acrílicos, pigmentos y casi cualquier tecnología o material de los que forman parte de nuestra vida cotidiana convierten los cuadros de Azri en pequeños compendios de actualidad, testimonios o archivo del tiempo presente y su complejidad.

En los últimos años, Azri cultiva preferentemente el tema urbano, entendido como conjunto semiabstracto. El pintor refleja la ciudad con sus espacios abiertos al tráfico y a la climatología, a veces desde un punto de vista muy próximo al suelo y otras mediante vistas aéreas; la perspectiva que pretende reflejar no tiene que ver con las líneas (sólo toma éstas como pretexto), sino con la profundidad de campo que genera esa actitud suya de reproducir la mirada. La renuncia a una paleta amplia, la reducción a los grises, las manchas sepias dotan a sus cuadros de una pátina temporal muy acusada; y las aguadas y los chorreos, que imprimen en la tabla la huella de la provisionalidad y de la intemperie, permiten evocar la visión empañada que obtenemos al mirar a través de un vidrio en invierno, con el componente subjetivo que ello encierra y las connotaciones de melancolía, distanciamiento con respecto a lo observado, cierto desamparo existencial y, desde luego, un realismo que poco tiene que ver con la figuración, sino más bien con los sentimientos.


Característico de Jorge Azri es, por tanto, el juego de las transparencias. Emparentadas con la niebla, con la cortina de lluvia o con la calima, las atmósferas azrianas tienen una calidad climatológica que sujeta el objeto de sus cuadros a leyes que aparentan ser las de la naturaleza, pero que surgen de una dinámica propia del trabajo creativo. En un continuo ir y venir entre la abstracción y la figuración, entre la imagen dada y la manipulación de los materiales, Azri transforma las manchas en figuras y las figuras en manchas y culmina sus composiciones mediante el empleo inteligente y complementario de unas y otras. Suele haber un gesto determinante en sus obras, en las que se da la hermosa contradicción de que una acción densamente material proporciona resultados de un contenido espiritual muy elevado. La dinámica de cada cuadro, pues, va tirando de la obra hasta iluminar una composición única de texturas y transparencias; las imágenes aisladas que, fruto del collage, afloran a la superficie insisten en la condición suavemente visionaria de la obra de Azri.

El desamparo humano que suele sugerir (la soledad, la incomunicación, la indefinición, la subordinación del hombre a la infraestructura urbana) se suaviza, no obstante, en esta ocasión. Azri, que ha solido pintar una ciudad indefinida, ha optado hoy por aplicar su mirada sobre la ciudad de Palma, ofreciéndonos una original versión del paisaje capitalino. La ciudad azriana, que habitualmente no tiene unos rasgos definidos y podría ser cualquier sitio, apela esta vez al sentimiento del espectador mallorquín y lo obliga a mirar el lugar que habita con ojos distintos. La Palma que recogieron los pinceles de tantos paisajistas pasa a adquirir así, con Azri, un deje melancólico y, en buena medida, un componente crítico que no puede dejarnos indiferentes. Amb l'Art.


(*) Publicado en Jorge AZRI, Jorge Azri, catálogo de exposición, Palma de Mallorca: Joan Oliver "Maneu" Galeria d'Art, 2008, pp. 34-35.

04 febrero 2008

El invierno como metáfora

José Luis López Moral. La espera - Aba Art Contemporani

Habitual de Zambucho en Madrid, de Camba y Aba Art en Palma y de otras galerías españolas y portuguesas, participante en ferias internacionales, artista de maneras sosegadas, reflexivas, José Luis López Moral (Madrid, 1966) dio el paso de la pintura a la fotografía en torno a 2004, en busca de nuevos vehículos para transmitir emociones. Conocíamos su trabajo En luz no corrompida, una edición de coleccionista de Zambucho que incluía poemas de Ricardo Lobato y fotografías originales de López Moral: cuatro magníficas variaciones sobre la distribución de las masas de luz y color con un campo de girasoles por motivo. Intervenían aquí las diversas relaciones establecidas entre el punto de vista y el horizonte, los surcos de la tierra, los cielos originales, las texturas añadidas por medio de la superposición de un fondo de óxido, grietas y desconchones procedentes de paredes ruinosas. El resultado, un hermosísimo retablo sobre el paso el tiempo y los ciclos naturales. El equilibrio compositivo es casi renacentista, lo cual se podría predicar también de su paleta y del aspecto de pintura al fresco que aportan a su obra los fondos murales.

Hoy expone en Palma la serie La espera, en la que insiste –con un deje pesimista– en la vida que se detiene con cada invierno, sin que estemos muy seguros de si esta vez el fin de la estación nos devolverá los paisajes primaverales que conocemos. El artista retrata la inactividad natural que es propia de la época invernal: los álamos despojados, el silencio que casi se palpa, el viento en las copas de los cipreses, los campos segados, los barbechos desnudos… Los campos de Castilla aportan un contexto muy apropiado para la reflexión solitaria, y López Moral aprovecha esas características físicas –la planicie casi absoluta, la sumaria vegetación– para contagiarnos su aproximación meditativa hacia la naturaleza. La ruina, como nos enseñaron los clásicos, induce también a la interrogación sobre el paso del tiempo: incorporando al motivo central un fondo de irregular enfoscado, la rugosidad del hormigón o la humedad que ensombrece y cuartea el encalado, López Moral nos envía una colección de postales de un tiempo detenido sólo en apariencia. Última Hora. Amb l'Art. Luke.

25 enero 2008

Chillida integrador

Chillida 1980-2000 - Fundació La Caixa / Chillida. Gravats - Galería Altair

No es frecuente que los habitantes de una ciudad puedan disfrutar en el mismo momento de una exposición de escultura de Rodin en la calle, incluido su celebérrimo Pensador, y de dos exposiciones de uno de los máximos creadores del siglo XX, Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-2002). Hoy Palma es un curso de escultura universal.

Chillida es, más que un escultor, un portavoz del mundo. No es que nos estemos poniendo estupendos ni grandilocuentes; es que no parecía tener otra intención que la de manifestar en su obra ese continuum en que, según él y conforme a una línea de pensadores y creadores modernos desde la explosión romántica de finales del XVIII, consiste el mundo, sin hallar diferencias esenciales, por tanto, entre la obra de la naturaleza y la obra del artista. Éste se limita a integrarse en un universo que concibe como unitario, armónico y gobernado por cierta intangible música de las esferas.

No es casual que el donostiarra dedique sendas series a Parménides, Bach y san Juan de la Cruz, tres hombres que aspiraron a expresar un mundo completo ya por medio del raciocinio, ya a través de la creación, ya mediante el éxtasis místico. Si Parménides nos quiso persuadir de la unidad esencial del ser, nadie como Bach logró generar un universo completo y autónomo a través de la música y todas sus posibilidades (es frecuente escuchar que su música es un mundo, que Bach lo inventó todo), y en el poeta de Fontiveros encontramos de nuevo el anhelo de unión con lo trascendente, el intento de expresión de lo inefable. Eran integradores y no se conformaban con menos.

Así, también en Chillida encontramos lo múltiple en lo uno con la sencillez y la veracidad con que ambas caras de la naturaleza coexisten en su seno –y no hay nada más arduo. La magnífica coherencia de sus conjuntos nos deja siempre respirar a través de las rendijas de sus partes, a través de espacios en los que el aire es soberano: circula pero no marca fronteras entre las formas. A su vez, la perfecta delineación de las partes no nos impide percibir su papel en el conjunto.

El espacio es concebido en Chillida como materia del mundo: es espacio el aire, pero también la piedra. Lo exterior y lo interior discurren sin conflicto. La materia encuentra en sus piezas y conjuntos la ductilidad y el dinamismo necesarios para que piedra, metal, papel, tinta y aire aparezcan como elementos de una misma esencia. También en esto se pone de manifiesto que el artista no busca otra cosa que crear modelos de ser, entidades equiparables a las ya dadas por la naturaleza. El fluir de la inteligencia, en este sentido, parece una vertiente del flujo natural, y creo que no sólo la lucidez, sino también el esfuerzo que un creador ha de asumir para que su actitud como tal alcance semejantes cotas de integración es poco menos que sobrehumano. En esa tensión continua del pensamiento encontramos genios humildes e infrecuentes.

Sus terracotas me parecen pequeños e intensos monumentos al espacio. En su apretada presencia parecen delatar su corazón, parecen decir: “esto que ves es sólo lo de fuera. Lo que no ves también es espacio, también es materia, también forma parte de tu mundo…” El aparente ensamblaje de piezas de líneas suaves o de capas de collage –o de papeles suspendidos o cosidos en el caso de sus magníficas, bellísimas gravitaciones–, a medio camino entre lo constructivo, la estructura natural y el simbolismo del elemento intelectual inherente a toda obra, insisten en esa relación entre lo visible y lo invisible que Chillida cultivó con tanto acierto. En los grabados, la huella de la prensa, la textura del papel y el aguatinta cumplen parecidas funciones; muestran las arterias de la materia viva.

Árboles de acero se abrazan sin tocarse, espacios de papel y aire gravitan, alabastros emiten luces oceánicas, la tinta o la prensa marcan las veredas de lo exterior a lo interior y viceversa, estructuras arquitectónicas dialogan con la escultura, con el cielo y el viento en líricas estancias: la forma y el espíritu dialogan en perpetuo y fértil intercambio de virtudes, y el artista, provisto de una energía sin parangón hasta los días de su vejez, nos entrega hoy, una vez más, la oportunidad de replantearnos nuestra mirada sobre el mundo. Última Hora. Amb l'Art. Luke.

11 enero 2008

Pep Canyelles: el hierro y el aire

Pep Canyelles. Escultures 1985-2007 - Casal Solleric

Los artistas que provienen de la poesía visual nunca dejan de ser poetas de alguna manera. Su consideración de la palabra como vehículo privilegiado de conocimiento hace que sus obras plásticas se despojen pronto de lo descriptivo y hagan del concepto un complemento imprescindible de la forma. Es el caso de Pep Canyelles (Palma de Mallorca, 1949). Desde joven demostró talento como para estar en primera línea; en los setenta estuvo donde había que estar, defendiendo una manera progresista de entender el arte y experimentando con fundamento diversos modos de expresión. Pero es a partir de finales de los ochenta, en que emprende una obra que atiende más a las esencias que a la anécdota y apuesta firmemente por la escultura, cuando se convierte en un artista excepcional de preocupaciones depuradas, con un lenguaje propio y una producción muy característica.

Por medio de la escultura Canyelles intenta atrapar cierto sentimiento de isla (más interior que geográfica), cierta atmósfera mediterránea que ya no tiene que ver con el color físico sino con un suave fatalismo marcado por la insularidad y su vivo contraste de luces y de sombras. El Canyelles que prefiero es el que encierra el aire en estructuras de geometrías imaginarias, perfectamente delineadas en su abstracción (a veces en su cuasifiguración fantástica), pero definidas por la dureza de los contornos y la idea de cerrazón. Sus hierros remiten a carcasas, a jaulas, a armaduras más ofensivas que protectoras o a ciegos rascacielos –siempre arquitecturas de la opresión y el aislamiento. Señalando la dureza del exterior, el artista nos coloca frente a la levedad o fragilidad de lo que está vivo, de lo que nos importa aunque nos sea inaprehensible, o precisamente porque lo es. El aire y la luz frente al hierro y sus sombras componen una acertada metáfora continuada de la vida en que cierta moderada pasión y las preocupaciones ética y metafísica (la mujer, el paisaje, la naturaleza, el viaje iniciático, la certeza de la mortalidad) dictan los límites de una existencia consciente. El clasicismo en las estructuras y las simetrías perfectas, a la luz de lo anteriormente dicho, parecen llamarnos a cuestionar el sentido de tanta seguridad como –creíamos– nos rodea. Última Hora.