11 febrero 2018

El silencio es oro

Jaime Sicilia. Seascapes - La Ley de Snell. Hasta finales de febrero

Jaime Sicilia (Madrid, 1970) es arquitecto y es artista. De casta le viene al galgo: su hermano mayor José María lo precede en la plástica, sus bisabuelos Fernández-Shaw lo habilitan genéticamente para los espacios arquitectónicos y para la palabra. Siempre lamenta que la belleza haya dejado de ser relevante, que hoy todo sea demasiado críptico. La belleza debe ser, dice, algo útil, que sirva para restaurar el espíritu. Cuando habla me recuerda el ideal ético-estético de Juan Ramón Jiménez, que nunca dejó de buscar la belleza en el exterior y acabó encontrándola en su interior. En sus paisajes interiores, en el “verso desnudo”, fruto de su búsqueda de la exquisitez y la perfección rodeado de silencio. Como Sicilia.

Seascapes, su actual exposición en Malasaña, forma parte de un proyecto más amplio surgido de esa búsqueda y de la consideración de diversos antecedentes. En los dorados y los pigmentos de Sicilia respiran los mosaicos de Rávena y Monreale, pero también, o sobre todo, las veladuras de pan de oro sobre la madera y los biombos de la escuela Rimpa de Kioto, un arte del siglo XVII en el que Sicilia se reconoce explícitamente. Los biombos de Tawaraya Sotatsu, contemporáneo de Velázquez, con dioses sintoístas sobre un fondo dorado, ofrecen un aspecto no muy distinto al de los paisajes marinos de Sicilia, por lo que se refiere a su sugerencia de un espacio ilimitado y ligado a lo trascendente. Sí, estamos cerrando el círculo desde las orillas del Pacífico a las costas de Moguer: otra vez Juan Ramón, quien en un libro titulado El silencio es oro (tan deliciosamente oportuno para este discurso) proclama: “Sí, silencio. Tan solo silencio. Que se callen/ Que dejen a mi espíritu nadar en lo insondable...”

El pintor se reconoce en los espejos del expresionismo abstracto. Invoca a Mark Rothko y, en particular, los murales una vez destinados al restaurante Four Seasons del Edificio Seagram de Nueva York. La fuerza protagonista del color, la geometría del formato y la fundamental serenidad de Rothko, tan opuesta al frenesí del action painting, están en esta exposición y en el conjunto del proyecto Seascapes, pero me atrevo a apuntar una mayor importancia del elemento figurativo en Sicilia. En efecto, sus paisajes lo son de una manera destilada y sutil, pero inequívoca. En ellos está explícitamente el mar, mediante un horizonte invariablemente asignado al tercio inferior del encuadre, en términos renacentistas (de nuevo la búsqueda de la perfección formal), para recordarnos con Hiroshi Sugimoto que “el único paisaje que permanece inalterado desde que el hombre es hombre es el mar. Todo lo demás ha sufrido la acción humana...”. El fotógrafo japonés, autor de unos Seascapes muy similares pero más tendentes a la abstracción si cabe, consigue efectos hipnóticos en su contraposición del agua y la atmósfera, en la manipulación intelectual de su frontera a veces borrosa. La pregunta que se había hecho Sugimoto en los 80 era: “¿Puede alguien hoy contemplar un escenario tal y como un hombre primitivo lo habría contemplado?” La respuesta fue entonces, y sigue siendo en el Sicilia de 2018, el mar. El madrileño, por su parte, suele conservar intacta la frontera entre cielo y mar y hace del color el héroe del relato.

El montaje de Seascapes logra un contundente efecto de repetición o acumulación que presta al conjunto su carácter de instalación. Es cierto que en esta exposición la obra es el conjunto. Sin asumirlo, perderemos de vista, como sugirió el sagaz Jorge Rodríguez Padrón en la inauguración de la muestra, el ritmo delicado que imprime la sucesión de cielos y de mares, con su sugerencia de movimiento, de unamuniano cabrilleo de la luz sobre el oro conforme el espectador camina a lo largo de la sala. Podemos adivinar un panorama infinito en la suma de toda la secuencia, pues el mar es un infinito absoluto, o bien considerar las piezas una a una, como fotogramas sucesivos de un cielo vivo, en el que el viento y la bruma modifican un mismo paisaje con leves, lentísimos matices de sombra, dándonos a conocer el paso del tiempo mediante tan sutil procedimiento. En este mar de acrílico y pigmentos, el tiempo no es crecimiento sino, como en el río de Heráclito, repetición, fluir continuo. Muy sabio, por cierto. The Huffpost.