06 abril 2001

Rainer Müller y los visillos rotos

Rainer Müller. Trans-formaciones - Sala de Exposiciones del Cabildo de Fuerteventura

Una de las calles que forman el casco viejo de Puerto del Rosario es la del Gobernador García Hernández, aunque los vecinos del barrio la conocen como la de Pepe Hierro, un tendero que abrió su pescadería de la esquina todas las mañanas durante tantísimos años, y que aún hoy la abre como lugar de reunión para sus amigos. En esta calle se encuentra la nueva Sala de Exposiciones del Cabildo de Fuerteventura, un hermoso local compartido con el Colectivo Cultural Majo y Limpio e inaugurado hace sólo unos meses.

La sala había albergado hasta hace unos días dos muestras fotográficas: la de Adalberto Benítez en noviembre y la más documental de Francisco González Concepción, Canarias fin de milenio. Crónica gráfica de la transición, en diciembre. El 30 de marzo se ha inaugurado la exposición Trans-formaciones, del alemán Rainer Müller, que permanecerá en la sala hasta el 28 de abril. Müller, nacido a orillas del río Mosela en 1952 y residente desde 1985 en Fuerteventura, ha realizado varios trabajos fotográficos y audiovisuales sobre la Isla. Recientemente ilustró el libro de Karin Meurer, Fuerteventura. Magia de una isla (2000).

Thomas Rehbein, galerista en Colonia, ha dejado escrito que “las obras de Rainer Müller son románticas, un documento sobre la transitoriedad”. El fotógrafo tinerfeño Javier Alonso Labrador, en el comentario que aparece en el catálogo, insiste en la idea de la intervención sobre el territorio como invención. Los invernaderos abandonados de Müller serían, así, una re-creación del territorio, del mismo modo que el fotógrafo re-crea la realidad al intervenir sobre la instantánea por medio del coloreado.

En las fotografías, es cierto, la montaña que asoma entre los jirones de tela es, a un tiempo, testigo mudo y constatación del paso del tiempo: el invernadero hace ya tiempo que cumplió sus días, pero la tierra sigue ahí. Transformada, pero sigue ahí. La intervención del hombre es flor de un día; luego, la naturaleza toma las riendas. En alguna instantánea, el viento enreda los jirones del tejido, como contribuyendo a devolver al caos original las estructuras construidas por el hombre. En otras, por el contrario, el soplido del aire parece imprimir un coordinado movimiento de danza a las telas rotas, que sugieren así la adquisición de una nueva esencia, a medio camino entre la integración en la naturaleza y la desaparición, como dotadas por un momento del carácter cíclico de las mieses o de la lluvia.

La manipulación de la fotografía a través del coloreado no se diferencia sustancialmente del proceso de modelado que el escultor efectúa sobre el barro, o de la minuciosa depuración de la palabra por parte del poeta. De este modo, la fotografía se ausenta del terreno del mero testimonio para ingresar en el difícil campo de la lírica: el objetivo se pone al servicio del punto de vista, y de un punto de vista dotado por igual de sensibilidad y de rigor investigador. Las fotos muestran un interior en blanco y negro que es el de los invernaderos, y un exterior azul que es el de la luz de la naturaleza triunfante. Pero no se trata de una simple aplicación del modelo de opósitos; en el contraste podríamos encontrar una síntesis conveniente y necesaria entre la interioridad y la exterioridad del espectador.

El coloreado desempeña en los cuadros de Müller una función evidente de llamada sobre el propio código visual; no podemos sino imaginarnos estas mismas instantáneas sin el detalle de color: no pasarían de ser unas excelentes fotos en blanco y negro. Por el contrario, son mucho más que eso: la ventana de un espíritu. Es como si la luz hubiese estado esperando por la desaparición de las construcciones humanas en un mar temporal para revelarse y, quizá, rebelarse e invadir sus oscuros dominios.

Son invernaderos abrasados por el sol, huérfanos de tomateras, restituidos por el viento a un primitivo estado de inocencia u ociosidad. Son primordiales ventanas de visillos rotos. Son, quizá, los aparejos de un barco fantasma. Son marciales tiendas de campaña sobre un exhausto campo de batalla, arrasadas hace décadas o quizá siglos por un enemigo invisible e invencible. Quieren ser naturaleza y dicen el tiempo: casi nada. Canarias 7 Fuerteventura.