30 septiembre 2007

Botero completa su testimonio del mundo

Fernando Botero. Una mirada diferente - Casal Solleric

No sorprende a estas alturas la calidad de Fernando Botero (Medellín, 1932); lo aparentemente inusual es la temática de las obras seleccionadas por la CAM y el Museo Nacional de Colombia. Se trata de una serie donada por el artista a dicho museo en 2004, unas sesenta obras fruto de la actividad de los cinco años inmediatamente anteriores en las que acomete el tema de la violencia en su país. Estábamos acostumbrados a que el artista nos presentase una versión amable del mundo, una personal combinación de lealtad a las raíces clásicas de la plástica (todavía es difícil no reconocer en él rasgos del Quattrocento), una reinterpretación del muralismo mexicano, ironía y una voluptuosidad tropical en los volúmenes y en los colores. En definitiva, una concepción del arte marcada por la celebración, el humor y cierta pronunciada poetización de lo representado. Y, sin embargo, la violencia había salpicado su obra aquí y allá desde su primera Mujer llorando (1949).


A finales de los noventa Botero sintió la necesidad de completar su visión de la realidad de su país en ese sentido, aunque desde luego no movido por el compromiso social: “No aspiro a que estos cuadros vayan a arreglar nada”, afirmó en 2001. “No estoy haciendo arte comprometido, ese arte que aspira a cambiar las cosas, porque no creo en eso”. Más bien parece algo así como coherencia profesional: el artista se debe a sí mismo cierta exhaustividad, y eludir el fenómeno de la violencia en Colombia supondría hurtarle una buena dosis de la realidad a su obra. Cuando Botero acomete esta serie vuelve a dejar constancia de sus dotes de dibujante y de su enorme capacidad simbólica e irónica. Sus personajes –víctimas y verdugos– aparecen sometidos a una especie de fatum que se traduce en su característico rictus, entre resignado y dolorido. No por conocidas cabe obviar las muchas destrezas del artista: la representación de lo instantáneo (Carro bomba, 1999), la rotundidad carnal (Alarido, 2002) y, sobre todo, el magnífico dominio de la composición, que destaca por su globalidad en El desfile (2000) y se contrae a modo de inusual, pavorosa naturaleza muerta en los trabajos titulados Motosierra (2003, 2004). Última Hora.

20 septiembre 2007

El hombre en el centro (de la tempestad)

Alberto Giacometti a la col·lecció Klewan - Fundación La Caixa

Tras incorporarse a las vanguardias parisinas y asumir, más que sus postulados, algunos de sus procedimientos, Alberto Giacometti (Borgonovo, 1901-Chur, 1966) no podía permanecer militante en un movimiento con claras connotaciones elitistas y al que Ortega había aplicado el concepto analítico de deshumanización del arte. Giacometti buscó afanosamente durante toda su vida la conexión entre la realidad cambiante y la forma artística, pero sobre todo la verdad del hombre. Sin el hombre su obra no se entiende, pero, además sería imposible describirla: aparte las naturalezas muertas y algunos paisajes, la obra polifacética del que puede ser el mayor artista suizo de todos los tiempos gira abrumadoramente en torno a la figura humana. Desde las vanguardias y la guerra mundial, Giacometti –dentro de lo posible, si hablamos de un espíritu independiente– aterrizó en el existencialismo y fue asociado con él hasta el punto de que su bronce Hombre cayendo (1950) se convirtió en uno de los iconos más reconocidos de aquella escuela de pensamiento.

Las obras seleccionadas de la colección de Helmut Klewan nos muestran a un Giacometti maduro y rebosante de fuerza. Y su hombre es un hombre que comparte con El Greco rasgos de apariencia atormentada, fruto del alargamiento consciente de las formas pero también de la técnica utilizada tanto en la pintura como en sus dibujos. La superposición casi obsesiva de pinceladas (hasta conseguir volúmenes impropios del óleo) o trazos de grafito (hasta curvar el papel) traslada a la ejecución lo que ya era proceso mental y hábito de vida: el artista pinta tal y como observamos, como indagamos en el rostro de alguien a quien queremos reconocer, es decir, recorriendo una y otra vez sus líneas y fijando una y otra vez aquéllas que parecen resumir mejor su personalidad. La rigidez, el frontalismo y el aislamiento espacial, por otro lado heredados del arte africano y cicládico, y el carácter inacabado de algunas de las piezas contribuyen a apuntalar la interpretación existencialista; los significados que emanan con mayor naturalidad de sus figuras apuntan a la soledad, el horror y la inestabilidad, así como a lo brumoso de esa búsqueda de la verdad que fue objeto explícito de la investigación del artista. Última Hora.

14 septiembre 2007

De mujeres singulares

Miquela Nicolau. Femení, singular - Espai d’Art Miquela Nicolau (Felanitx)

Singular es la rosa erguida sobre un fondo de sangre, como singular es la esencia femenina que nos quiere transmitir Miquela Nicolau (Campos, 1942) desde su hermoso espacio de Felanitx. Singular, en este caso, no significa solitaria, pero sí sola en la lucha, como está solo todo el que pretende trazarse un camino con independencia. No se apoya en géneros: feminista en cuanto vale esta palabra si no la manoseamos demasiado, la pintura de Nicolau es al mismo tiempo testimonio de vida y personal manifiesto de supervivencia.

Rasgos de lo femenino son el recurso a lo íntimo (ya el mismo tono del catálogo nos introduce en un mundo de intimidades declaradas), el cultivo del recuerdo y, me parece, una diestra compatibilización de los colores cálidos y cierto tono prudente o moderado (La tardor de la vida). El uso de flores (Femení, singular) y prendas femeninas (Queda en el record un vestit lluent; El vestit blau; Aquella festa) como motivos protagonistas redunda en unos contenidos figurativos claros, a menudo asociados a la memoria y al sueño, y su empleo como expediente técnico-retórico caracteriza un lenguaje fuertemente anclado en la realidad. Cierta tendencia a la abstracción deriva, no obstante, de la estilización de esos mismos motivos, inevitable en una artista tan interesada en los aspectos técnicos y en el lenguaje; Nicolau, pues, resuelve con naturalidad e inteligencia el falso debate abstracción-figurativismo. Lo mismo sucede en los paisajes, esenciales y de enorme intensidad cromática (Horabaixa de coure). Algunos elementos oníricos siguen girando en torno a los referentes de las naturalezas muertas de etapas anteriores (Somiàvem clarors i fruites confitades). El homenaje a Velázquez (y a Manolo Valdés, presente actualmente en el Paseo del Borne de la capital) lo encontramos en La infanta, y nos sorprenden los fuertes contrastes de, entre otras piezas, Més blanc que negre, una mixta sobre tela en que el motivo indumentario y los tactos de lo textil se combinan en armonioso conjunto. El equilibrio cromático es siempre fundamental en las composiciones de Nicolau; el frecuente uso de complementarios, la contraposición de blancos y negros y el predominio de gamas cálidas son reconocible marca de la casa. Última Hora.

07 septiembre 2007

Atmósferas que son denuncias

Antonio Calvo Carrión - Es Baluard

Antonio Calvo Carrión (La Algaba, Sevilla, 1921-Palma, 1979) supo andar una trayectoria internacional importante, con hitos en Europa, África e Hispanoamérica. Su trabajo realista, no obstante y pese a atesorar gran calidad técnica, no lo hará pasar a la historia del arte en lugar destacado. Como autor de un manifiesto universalista publicado en París en 1965, aportó ideas vagas como la de que el objetivo de la humanidad ha de ser “el acuerdo entre todos los hombres” y, consecuentemente, “nuestra pintura ha de versar sobre cuestiones emanadas del afán de universalidad”. El universalismo debía ser una superación de todos los estilos, sin rechazar ninguno.


Calvo Carrión será más recordado por su obra que por sus propuestas teóricas. Su parte menos academicista y más creativa e interesante es la que muestra estos días –ya los últimos– Es Baluard. Su estilo tiene mucho de expresionismo, y así se ha señalado, aunque se trate de un expresionismo sometido a técnicas cromáticas clásicas y a cierto hieratismo derivado del férreo control del discurso. Porque en Calvo Carrión hay, sobre todo, discurso: no uno de trastienda abarrotada –sus ideas no distan mucho de una declaración de buenas intenciones–, pero sí un discurso perfectamente enganchado al desafío de representar esos valores universales eludiendo la referencia concreta. El uso de ciertos símbolos recurrentes como la moneda o la máscara no excluye el carácter básicamente dramático y escenográfico de su pintura. El autor llama la atención sobre la injusticia, la explotación, la violación de los derechos o la alienación general del hombre en una sociedad que ya en los 60 adolecía de todos estos males, pero nunca recurre al fácil expediente del detalle de actualidad. Con Picasso y el cubismo, el arte precolombino, el indigenismo y el constructivismo americanos aportan matices a sus rotundas figuras anónimas. Calvo Carrión, así, crea atmósferas intensamente opresivas. Mediante la yuxtaposición y el horror vacui (La carroza de los símbolos determinantes, 1976), los planos muy cortos (en sus diversas e inquietantes máscaras) y una paleta abundante en ocres consigue transmitirnos genuinamente las angustias del ser humano.

El catálogo de la exposición es desde ahora un documento absolutamente necesario, aunque sus textos resulten francamente mejorables. Última Hora.