23 febrero 2005

Los grandes de la pintura francesa

De Millet a Matisse. Pintura francesa dels segles XIX i XX - Fundación La Caixa

Afirma algún historiador (escocés) que, gracias al sistema educativo universal implantado por la iglesia reformada de John Knox, Escocia fue posiblemente el país “mejor educado del mundo” durante la edad moderna; y existe una larguísima nómina de filósofos, científicos, técnicos, poetas y artistas escoceses que, con su obra, podrían sustentar esa tesis. Lo cierto es que, durante los siglos XVIII y XIX, aquel reino pequeño y marginal y, en particular, el burgo medieval de Glasgow experimentaron un intenso desarrollo comercial e industrial al abrigo de la expansión británica, y una parte sustantiva de su nobleza y su burguesía no dedicó sus excedentes a otra cosa que atesorar obras de arte que, por vía de legado, acabarían engrosando las colecciones públicas. Galerías como la Nacional en Edimburgo o la Kelvingrove en Glasgow son hoy la gozosa consecuencia. A finales del XIX existía una red de marchantes (el más destacado, Alexander Reid) que enlazaba la capital industrial de Escocia con París y la aproximaba a ésta mucho más de lo que, en ese sentido, nunca se parecería a otras ciudades industriales del Reino Unido.

Fruto lejano de esas inquietudes es la exposición De Millet a Matisse, que incluye sesenta y cuatro piezas de la Kelvingrove Art Gallery, considerada la colección municipal más relevante del Reino Unido. Organizada por la American Federation of Arts en colaboración con Glasgow Museums, desde finales de 2002 ha recorrido diversos museos e institutos artísticos de los Estados Unidos y Canadá, y ahora desembarca en Palma antes de regresar a Gran Bretaña. La muestra acoge en su seno obras de todos los grandes de la pintura entre 1830 y 1930: Van Gogh, Gauguin, Picasso, pero también Millet, Corot, Pissarro, Monet, Renoir, Sisley, Cézanne, Seurat, Matisse y otros muchos. Organizada en siete bloques temáticos, la exposición permite al interesado constatar los cambios técnicos, estilísticos y de contenidos que se dieron en la pintura de este período. Tanto los criterios de selección como el montaje trabajan en favor de un acercamiento comparativo por parte del espectador. Finalmente, el catálogo de la exposición, a cargo de su comisaria Vivien Hamilton, es sin duda un instrumento imprescindible, de edición clásica e impecable.

Se dan en el conjunto algunas obras de rango ciertamente magistral. Dentro de la tendencia a la escena rural que se dio en la pintura francesa realista –reflejo, sobre todo, del aprecio por la estabilidad y la continuidad entre los habitantes más conservadores de las ciudades francesas, sacudidas en la época por frecuentes revoluciones y comunas–, encontramos el celebrado De camino al trabajo, de Millet (hacia 1850), o Las cosechadoras, de Breton (1860). Su realismo teñido de intenciones –más sociales, en el primero, míticas en el segundo– se ve superado por Lhermitte en su óleo Arando con bueyes (hacia 1871), que, sin estridencias ni idealismo, alcanza una conmovedora atemporalidad; o por La pobre Fauvette (1881), de Bastien-Lepage, de una hondura psicológica aterradora y una gran destreza compositiva. Pero es entre impresionistas, postimpresionistas y fauvistas donde encontramos las aportaciones más particulares de la serie. Destacan dos óleos de Van Gogh: el hermosísimo Molino de Blute-Fin, de 1886, y de 1887 su Retrato de Alexander Reid, que destila la misma fuerza de los autorretratos del neerlandés, con sus trazos de colores flamígeros y complementarios, y personifica con serena energía el origen y la razón de ser de la colección de la Kelvingrove. Última Hora.

13 febrero 2005

El juego de la voluntad

Jocs i camins de Joan Brossa - Es Baluard


Nos visita Joan Brossa. No es la primera vez: Palma conoció exposiciones suyas en 1991, 1994 y 1998, y su presencia en el campus de la UIB con el poema objeto titulado Moscafera no debería dejar nunca de inquietar a la comunidad universitaria con su ironía. Esta vez, y hasta abril, habita la planta sótano de Es Baluard de la mano de Maria Lluïsa Borràs y Lluís Maria Riera, con una muestra amplia y representativa de su larga trayectoria artística.

Era Brossa un personaje pacífico, bienhumorado y despreocupado de las convenciones. Su accesibilidad personal y la de su lado artístico más juguetón han propiciado que se haya destacado con demasiada frecuencia (aun para elogiarlo) el carácter lúdico, humorístico o meramente ingenioso de su obra. Con ser ésta plena de ingenio, no estamos ante un artificio de consumo rápido y fácil digestión. En los poemas objeto de Brossa subyacen recursos que tienen que ver con el lenguaje y con la literatura mucho más que lo que sugiere el mero hecho de que el artista a menudo adoptase la grafía como objeto manipulable. Pero, además, y por encima (o por debajo) de una intención genérica de ruptura con los convencionalismos estéticos e ideológicos, el arte de Brossa se manifiesta herido y, a la vez, fecundado por una obsesión: la de rescatar la voluntad humana de su estado de servidumbre. Toda su obra es un clamor posmoderno en defensa de la voluntad del individuo frente al adocenamiento y la postración del colectivo humano.

Existe una íntima conexión entre Brossa y la palabra, como bien ha señalado en el catálogo de la exposición Minguet Batllori, que reflexiona sobre la entidad de los signos en la obra brossiana: “La palabra dicha, la palabra impresa. Pero también la palabra pensada.” Para el artista barcelonés, desmontar el signo y atribuir a su significante nuevos significados suponía entrenar un pensamiento libre de condicionantes, una especie de gimnasia intelectual que él sin duda elevó a cotas olímpicas. Su obra es eso que Vázquez Montalbán calificó de “almacén de deconstrucciones festivas.” Según el escritor, Brossa se mostró como “único habitante de una fortaleza autista pero llena de ojos capaces de jugar con los significantes destruyendo la relación convencional con lo significado”; por ello, acierta también la comisaria Borràs cuando afirma que el tiempo de Brossa es el del observador. Una observación activa, incansable, que abarca los matices más inopinados de la realidad, y una intervención desprejuiciada sobre los signos, como actitud artística y vital: éstas son las premisas que reivindicaba Brossa con su aparente jugueteo. Y lo hacía, trabajase con el material con el que trabajase, por medio del lenguaje. No es un capricho que el artista catalán hablase de poemas visuales o poemas objeto, ni que él mismo se incluyese en el número de los poetas: los recursos que empleó para transformar los objetos cotidianos no estaban lejos de las figuras retóricas de la literatura de vanguardia.

Así, La maça del temps es una metáfora demoledoramente atinada. Camí d’animals, un poema de denuncia social basado en los mecanismos de la metonimia. El regal y Roda suponen eso que Carlos Bousoño llamó “ruptura de sistema”; y en Burocràcia, un elemento natural (un par de hojas de arce) que se relaciona semánticamente con el objeto principal de la actividad burocrática (unas hojas de papel) se burocratiza por la simple añadidura de un clip, en un juego conceptual semejante al calambur. En todos estos y en otros ejemplos es notoria la iniciativa significadora del artista contra la inercia del signo convencional, como motor del concepto nuevo.

En el plano de los contenidos, la voluntad individual se opone al orden establecido en piezas como Puzzle, en la que los fragmentos encajan sólo cuando han pasado por el embudo; o Paperina, en la que la conciencia del espectador se enfrenta a una inversión del significado del objeto cotidiano que observa: si el paraguas habitualmente sirve para protegernos de la lluvia, en este caso su apertura desencadenaría una simbólica lluvia de confeti. En Parany, que enlaza este aspecto simbólico con el ideológico, el aparente predominio de la letra O sobre sus congéneres en el tablero alfabético es una trampa, porque no conduce a ningún sitio: queda patente que, si el individuo ha de significarse y escapar al orden reglado, el camino no es el del ascenso social. El film No compteu amb els dits (1967), con guión de Joan Brossa y Pere Portabella e incluido en la muestra, alcanza momentos sublimes cuando un sacerdote en una barbería sugiere la confusión de todos los límites: el de la privacidad, el de la hipocresía, el de la sensualidad, el de la tentación. Trastocar el orden parece en Brossa un objetivo estético.

Pero, desde el punto de vista ideológico, la conveniencia de superar el azar (que no es sino una forma de sujeción) por medio de la voluntad también aparece clara en el pensamiento brossiano. De ahí la numerosa presencia de los naipes en los poemas visuales de Brossa. De ahí ese rey de bastos acompañando al número trece. Y ¿qué denota mejor la rebelión contra el azar sino la modificación de los límites geométricamente establecidos del dado por la exclusiva voluntad del artista en Contra l’atzar? Más evidente aún resulta esta línea conceptual en la instalación Pau paula: una calavera situada en la cumbre de una montaña de dados, en el centro de un círculo de sillas vacías. Esta “paz cándida” denuncia el conformismo ante el azar, que no es tal, y que conduce a la muerte; a la intelectual, al menos. La colocación del rimero de dados en el centro de un círculo de sillas traslada al espectador a un ámbito exterior al mismo espectáculo, tal vez para que pueda tomar conciencia de su pasiva condición, renunciar a ella y proceder en consecuencia. Última Hora.