Desde hace al menos década y media, Lois Renner (Salzburgo, 1961), discípulo aventajado de Gerhard Richter, viene mostrando al público lo que alguien ha denominado “fotografía pictórica” o “pintura fotográfica”, en una posmoderna y fértil –pero no casual– manifestación de la confusión de géneros que caracteriza el arte contemporáneo. Subordinada desde luego al deseo de establecer un ideario estético propio, parece su voluntad exponer los entresijos de la creación artística: no sólo el producto final es arte, parece decirnos, sino también el proceso por el que atraviesa el creador.
La fotografía de Renner es pintura. Y no lo es sólo por la formación dominante del artista, ni tampoco en virtud de una mera declaración de principios. Es pintura porque sus resultados están presentados como obra única que excluye la tirada. Es pintura porque emplea recursos tan barrocos como el trampantojo, manipulando la perspectiva y reformulando a voluntad las distancias entre los elementos reproducidos por medio de un atrevido empleo de la profundidad de campo y la introducción de maquetas. Es pintura porque la preparación del escenario es metódica y compleja: el fotógrafo no se sitúa frente a unos objetos dados, sino que sitúa éstos dentro de un encuadre escogido previamente y de acuerdo con una idea de la obra también previa, exactamente de la misma manera en que un pintor colocaría las piezas de una naturaleza muerta sobre la mesa de su taller, antes de ejecutar su bodegón.

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