08 agosto 2018

Nuestra deuda con Baltasar Lobo

Por Zamora campa calladamente Baltasar Lobo: frente al Palacio de los Momos, en el claustro de la Diputación o junto al Castillo, su herencia nos saluda sin demasiado orgullo, con el recio empaque de los humildes.

Nace Lobo en 1910 en Cerecinos de Campos. El niño de diez años ya sabe cuál es su destino: no le merece la pena vivir, cuenta su hermana Visitación en Mi hermano Balta, si no ha de cumplirlo. Gracias al empujón inicial de su familia, impresionada por su determinación, a las becas de la Diputación y luego al dinero ganado en sus ratos de ocio como marmolista o ebanista, Baltasar quema etapas en Benavente, Valladolid y Madrid, antes de que la guerra le marque un camino forzoso. Su militancia anarquista lo convierte en prófugo de la Dictadura y conoce, como tantos otros artistas del mundo, el exilio parisino. Allí traba amistad con Picasso y siente su influencia y la de los vanguardistas. Marca su carrera la exposición Pintores y escultores españoles de la Escuela de París, en la efervescente Praga de 1946, en pleno tránsito del nazismo al estalinismo. Hacia 1950, ya es Lobo. En las fotografías que lo retratan, sus manos de obrero o campesino hablan de su compromiso artístico y vital.

La perduración del régimen de Franco, que en 1945 él y otros creían abocado a una pronta extinción, constituye su decepción mayor. En compensación, su obra merece un enorme prestigio en Europa, América y Japón. Pese a su creciente reconocimiento también en España, sobre todo a partir de la exposición madrileña de 1960, el de Cerecinos jamás suaviza su postura crítica frente al régimen franquista, que se materializa en muchas de sus obras, como su Monumento a los españoles muertos por la libertad, en Annecy (Francia), o su Homenaje a León Felipe, de 1983. Ya en los ochenta recibe el reconocimiento oficial que se reserva a los consagrados, tanto en España (Premio Nacional de Artes Plásticas en 1984 y Premio Castilla y León de las Artes en 1985) como en el resto del mundo (Premio Oficial de las Artes y las Letras de Francia en 1981, Orden Andrés Bello del Gobierno de Venezuela en 1989, etc.).

El de Cerecinos expresó más de una vez su deseo de conseguir la abstracción sin abandonar del todo un punto de partida figurativo, y su escultura, aun la más estilizada, rara vez llega a desvincularse de la realidad referencial. Se ha considerado a Lobo discípulo de Henri Laurens, de quien aprendió sin duda el exhaustivo análisis de las líneas del cuerpo humano. El resultado en sus estudios de mujer suele ser de una saludable carnalidad: sus muslos de bronce, de curvas sumamente esquemáticas, logran transmitir una lánguida, agradable impresión de morbidez. Desde la isla en que resido, recuerdo admirado algunas de sus célebres maternidades: la madre juega con el hijo y lo sustenta en el espacio, es su fuente de alegría y de seguridad al tiempo que lo propulsa hacia benéficas regiones aéreas. A veces, el equilibrio de líneas y volúmenes es casi milagroso, y las curvas se integran en un todo dinámico que pone de relieve la compleja unión que existe entre madre e hijo... De Gabriel Celaya es el poema “A Baltasar Lobo, escultor de maternidades”, al que pertenecen los atinados versos que siguen: “pones en alto la vida,/ la recoges y la entregas/ una y cien veces jugando,/ saltando de la tiniebla/ [...]./ Es la esperanza del hombre,/ es la vida que quisiera/ ir a más sin olvidarse/ de que es hermosa la tierra./ Hermosa y dulce, aunque triste,/ como esa madre que juega/ y quiere poner al niño/ por encima de las penas”. Nunca el niño toca la tierra, siempre resulta libre de ataduras, incluso en esa maternidad conmovedora en que una madre ubérrima y un bebé gigantesco se funden en un abrazo de rotunda volumetría, en que es posible palpar el mismísimo peso del amor.


Este gigante del arte del siglo XX había donado a Zamora en 1986 una importante colección de sus obras; y en 1999, seis años después de su muerte en París, toda la herencia familiar recayó en la ciudad. El escultor y su familia habían dispuesto que su legado regresase a su tierra; pero hoy es el día en que la Colección Lobo sigue esperando en un almacén del Museo Provincial de Zamora (¡treinta y dos años después!) por un emplazamiento digno y definitivo. Ha habido emplazamiento provisionales e insuficientes en la iglesia de San Esteban y en la Casa de los Gigantes, pero el grueso de la colección sigue oculto: no hay proyecto, no hay un curador profesional ni hay, aparentemente, voluntad política.

Sí hay, no obstante, un grupo de ciudadanos preocupados que, por medio de la Asociación de Amigos de Baltasar Lobo, solicitan hoy firmas en la plataforma change.org para que la colección recale definitivamente en un edificio público hoy en desuso: el antiguo Palacio de la Diputación de Zamora, situado en el centro histórico de la ciudad, que permanece cerrado desde hace años con usos solo esporádicos. “Queremos transformar”, dicen, “este espacio en un Centro de Arte de 2.500 m2 sostenible y lleno de dinamismo en una provincia que agoniza”. Y a fe mía que es obligatorio escuchar lo que dicen. La Opinión de Zamora. The Huffpost.

11 febrero 2018

El silencio es oro

Jaime Sicilia. Seascapes - La Ley de Snell. Hasta finales de febrero

Jaime Sicilia (Madrid, 1970) es arquitecto y es artista. De casta le viene al galgo: su hermano mayor José María lo precede en la plástica, sus bisabuelos Fernández-Shaw lo habilitan genéticamente para los espacios arquitectónicos y para la palabra. Siempre lamenta que la belleza haya dejado de ser relevante, que hoy todo sea demasiado críptico. La belleza debe ser, dice, algo útil, que sirva para restaurar el espíritu. Cuando habla me recuerda el ideal ético-estético de Juan Ramón Jiménez, que nunca dejó de buscar la belleza en el exterior y acabó encontrándola en su interior. En sus paisajes interiores, en el “verso desnudo”, fruto de su búsqueda de la exquisitez y la perfección rodeado de silencio. Como Sicilia.

Seascapes, su actual exposición en Malasaña, forma parte de un proyecto más amplio surgido de esa búsqueda y de la consideración de diversos antecedentes. En los dorados y los pigmentos de Sicilia respiran los mosaicos de Rávena y Monreale, pero también, o sobre todo, las veladuras de pan de oro sobre la madera y los biombos de la escuela Rimpa de Kioto, un arte del siglo XVII en el que Sicilia se reconoce explícitamente. Los biombos de Tawaraya Sotatsu, contemporáneo de Velázquez, con dioses sintoístas sobre un fondo dorado, ofrecen un aspecto no muy distinto al de los paisajes marinos de Sicilia, por lo que se refiere a su sugerencia de un espacio ilimitado y ligado a lo trascendente. Sí, estamos cerrando el círculo desde las orillas del Pacífico a las costas de Moguer: otra vez Juan Ramón, quien en un libro titulado El silencio es oro (tan deliciosamente oportuno para este discurso) proclama: “Sí, silencio. Tan solo silencio. Que se callen/ Que dejen a mi espíritu nadar en lo insondable...”

El pintor se reconoce en los espejos del expresionismo abstracto. Invoca a Mark Rothko y, en particular, los murales una vez destinados al restaurante Four Seasons del Edificio Seagram de Nueva York. La fuerza protagonista del color, la geometría del formato y la fundamental serenidad de Rothko, tan opuesta al frenesí del action painting, están en esta exposición y en el conjunto del proyecto Seascapes, pero me atrevo a apuntar una mayor importancia del elemento figurativo en Sicilia. En efecto, sus paisajes lo son de una manera destilada y sutil, pero inequívoca. En ellos está explícitamente el mar, mediante un horizonte invariablemente asignado al tercio inferior del encuadre, en términos renacentistas (de nuevo la búsqueda de la perfección formal), para recordarnos con Hiroshi Sugimoto que “el único paisaje que permanece inalterado desde que el hombre es hombre es el mar. Todo lo demás ha sufrido la acción humana...”. El fotógrafo japonés, autor de unos Seascapes muy similares pero más tendentes a la abstracción si cabe, consigue efectos hipnóticos en su contraposición del agua y la atmósfera, en la manipulación intelectual de su frontera a veces borrosa. La pregunta que se había hecho Sugimoto en los 80 era: “¿Puede alguien hoy contemplar un escenario tal y como un hombre primitivo lo habría contemplado?” La respuesta fue entonces, y sigue siendo en el Sicilia de 2018, el mar. El madrileño, por su parte, suele conservar intacta la frontera entre cielo y mar y hace del color el héroe del relato.

El montaje de Seascapes logra un contundente efecto de repetición o acumulación que presta al conjunto su carácter de instalación. Es cierto que en esta exposición la obra es el conjunto. Sin asumirlo, perderemos de vista, como sugirió el sagaz Jorge Rodríguez Padrón en la inauguración de la muestra, el ritmo delicado que imprime la sucesión de cielos y de mares, con su sugerencia de movimiento, de unamuniano cabrilleo de la luz sobre el oro conforme el espectador camina a lo largo de la sala. Podemos adivinar un panorama infinito en la suma de toda la secuencia, pues el mar es un infinito absoluto, o bien considerar las piezas una a una, como fotogramas sucesivos de un cielo vivo, en el que el viento y la bruma modifican un mismo paisaje con leves, lentísimos matices de sombra, dándonos a conocer el paso del tiempo mediante tan sutil procedimiento. En este mar de acrílico y pigmentos, el tiempo no es crecimiento sino, como en el río de Heráclito, repetición, fluir continuo. Muy sabio, por cierto. The Huffpost.