27 abril 2004

J. J. Molina en Palma

Juan José Molina. Poc a poc - Gabriel Vanrell

Nos honra Juan José Molina desde mediados de abril. Originario de Colombia, ha residido y trabajado durante veinte años en Canadá, los Estados Unidos, Venezuela, Perú y, últimamente, Madrid. Ahora visita con su obra en blanco y negro la galería Vanrell de Palma. Corrijo: no nos visita. Nos anega. No se puede describir de otra forma la experiencia del espectador ante la selección que le ofrece, bajo el título Poc a poc, el artista nacido en Barranquilla.

El poeta y crítico de arte cubano Ricardo Pau-Llosa ha insistido en cierto significado fundamental de la obra de Molina: el sentimiento del absurdo derivado de las tensiones que se establecen “entre la vida interior subjetiva y las reglas que imponen comportamientos, posturas y proyecciones específicos en [los] escenarios públicos”, entre las “necesidades de orden natural” y “las acciones ordenadas por la sociedad”, el desencuentro, las implicaciones de todo ello sobre la conciencia. Tal vez sea ese el motivo por el cual los protagonistas de Mujer y ¿Dónde estás? parecen sorprendidos. Sufren la tensión que se induce entre un dinamismo sugerido a su alrededor mediante expertos rascados horizontales y difuminados y la necesaria estaticidad del instante captado por el espectador, con cuya mirada funden la propia, tan oscura como una súplica. La casi ausencia de contexto convierte la actitud del personaje en esencial, y la aparición en el fondo de cuadros de tema fantasmal y el consiguiente juego de planos de realidad advierte al espectador de su implicación en la escena, y tal vez de su responsabilidad en ella, en un efecto cercano al teatro contemporáneo. Efectivamente, Pau-Llosa ha descrito a Molina muy acertadamente como “uno de los más ingeniosos dramaturgos visuales de su generación”. A veces la presencia del cuadro dentro del cuadro no funciona como esquemático contexto, sino como objeto central de la representación y, por tanto, motivo de reflexión principal. En Árboles no son árboles lo que contemplamos, sino dos cuadros que contienen árboles estilizados: el paisaje interior.

La supresión de las barreras entre realidad y representación permite a Juan José Molina ofrecer objetos tan poderosos como el contenido en Beso I, una imagen onírica en la que los protagonistas se presentan en negativo (recordemos que estamos hablando de pintura al óleo), como liberados por la fuerza del amor de las normas de la luz y de la perspectiva que, en cambio, sí cumplen rigurosamente los tres lienzos que, representando árboles familiares, acotan el reducido espacio en que se besan. Esa interrelación entre obra y realidad y la superposición de los planos de ésta en el lienzo no sólo se significan de fuera a adentro (el cuadro dentro del cuadro), sino también de dentro a fuera: la materia plástica, estática por esencia, se organiza de tal forma que el espectador cree por momentos contemplar la representación del movimiento, que desborda los límites y las características del óleo para fingir el fotograma. Las manchas sobre un aparente celuloide deteriorado por el tiempo o el mal uso, en Secuencias III, o los diversos expedientes que de forma magistral resuelven la diferencia entre pintura y vídeo en la serie Observaciones, no hacen sino insistir en ese efecto dramático que Molina busca en su obra. Sólo si deseamos llamar la atención sobre el proceso plástico y sobre su inserción en la realidad, sólo en ese caso, nos interesarán las interferencias, el ruido de los semiólogos, como parte fundamental de la obra. Ello justifica la utilización de manchas que simulan un mal revelado de la imagen, falsas excoriaciones que semejan dobleces de la tela, esporádicos churretes de barniz que amarillean y avejentan la imagen, fingidas salpicaduras, granulados más propios de la ampliación de la imagen de vídeo que del óleo. El elemento metapictórico es resaltado de forma más o menos explícita en casi toda la obra expuesta. En casi toda ella encontramos un intercambio de miradas entre personajes y espectador que informa un diálogo silencioso y fructífero. A veces el personaje mira a quien lo mira con ojos inocentes; otras, le acusa. En la serie Observaciones, en cambio, el espectador contempla imágenes de la realidad urbana desde un punto de vista oblicuo, como quien espía o descubre desde una posición de falsa superioridad las nimiedades ajenas, instantáneas que por sí solas no significan nada, pero que pertenecen a una línea vital irrepetible.

Que los personajes están más determinados por sus respectivas actitudes que por su misma materialidad queda patente en el hecho de que, casi siempre, las partes más notables de sus cuerpos son las extremidades. A veces por su mayor definición, a veces por su tamaño o su nervadura. Siempre por su postura. Con ¿Quieres un vaso de agua?, Molina nos regala una inquietante obra maestra. La mayor definición de la mirada de los componentes de un numeroso grupo de figuras desnudas se alía significativamente con la reiteración de sus posturas. Todo en ellos indica interrogación, desazón. El ruido impostado en este lienzo parece indicar una abrumadora dosis de incomunicación entre los personajes y entre éstos y el espectador: el gesto de señalar la mano vacía mientras miran, inquisidores, hacia el exterior del lienzo, marca la imposibilidad de cumplir la simbólica oferta del título. Los torpes halos de aguada que encierran manos y rostros podrían significar perfectamente la desconexión entre la voluntad y el acto. En el fondo y por todo paisaje, un cuadro muestra otra figura en actitud serena, en otro plano real y emocional. De parecidas características es Atrapando el vacío, aunque en este caso los personajes no apelan al espectador, sino que forman un teatro interior en el que se reparten los papeles de actores y espectadores en un juego absurdo, hueramente dinámico, pleno de líneas de tensión y fuerza que se entrecruzan de forma inane, como balas perdidas. De nuevo el dramatismo de un lienzo que nos presenta un teatro imaginario. El mismo equilibrado personaje de la obra anterior preside la escena desde el central cuadrilátero de un lienzo. El juego de planos no acaba ahí: la atmósfera que oprime a los jugadores chorrea e invade los límites del cuadro del fondo y de las mismas figuras, para dejar claro que tales límites no existen. Además, una serie de trazos gruesos y esquemáticos añaden al pie de los jugadores figuras de perros heridos, vestidos con esos conos truncados que los veterinarios disponen en torno al pescuezo del animal para evitar su tendencia a lamerse las heridas. Fantasmales presencias sin cabeza, transparentes, sin relación aparente con el resto de los planos del cuadro, privados de acción, superpuestos entre sí pero ignorantes de todo, estos perros aportan una escueta y directa representación del vacío vital.

En El hombre de la canica, de nuevo figuras inocentes pueblan en grupo el espacio del lienzo. En este caso, no obstante, el semblante de todos es tranquilo, y sí parecen interactuar de alguna inexpresiva manera. El paisaje, una vez más separado como plano independiente de la percepción del espectador, incluye los conocidos cuadros de árboles, que en esta ocasión desbordan los límites de sus marcos y se entrelazan a modo de laureles en torno a las cabezas más próximas. La realidad superpuesta de los dibujos esquemáticos figura esta vez diversos y transparentes juguetes. Sólo el hombre de la canica aparta su mirada del frente para dirigirla al juego en el suelo. Tal vez es el único que atiende a lo importante. Inédito.