20 septiembre 2006

Caracoles. Notas sobre la obra de Santiago Villanueva (*)

Santiago Villanueva. Caracoles - Son Carcol

Los caracoles marcan un hito importante en la evolución de la obra de Santiago Villanueva (Madrid, 1964). Villanueva fue en sus inicios un pintor figurativo que coqueteaba con el subconsciente, en búsqueda de un camino propio. En el paso de los ochenta a los noventa, Villanueva da un salto adelante en que las técnicas mixtas sobre madera sustituyen al óleo y las texturas se imponen sobre el trazo; rápidamente se van incorporando al cuadro elementos heterogéneos, objetos reciclados de madera, metal, cuerda, etc., en un tránsito progresivo pero firme hacia la supresión de la frontera entre pintura y escultura. A mediados de los noventa, Villanueva ha decantado un modus operandi muy personal, en que el contraste entre materiales fríos y cálidos resulta ya central. La obra, más que pintada, resulta fabricada en torno a un concepto básico. Y hacia 1997 encontramos, en una exposición en la madrileña Sala Villalar, el cuadro Menudo menú, en el que asistimos al inicio de la afortunada saga de los caracoles de Santiago Villanueva. Se trata aún de un antepasado lejano de los que hoy muestra en su sala de la calle Fábrica de Palma, un caracol mucho más tradicional y menos animado que los actuales, en el que aún no concurre el componente paradójico que más adelante contribuirá a caracterizarlo. Otras líneas de trabajo profundizarán igualmente en el aspecto escultórico de su obra, como demuestra el hecho de que forma parte significativa de ella la proyección de sombras, con las que desde entonces juega con destreza. El caracol –más un personaje que un mero motivo– ha venido a adueñarse en los últimos años del protagonismo en el trabajo de Villanueva, que los ha estilizado y domesticado a su voluntad.

La polisemia que es característica del caracol y de la forma espiral que lo determina afecta a todos los ámbitos: el puramente físico, con su acento de misterio matemático y su naturaleza retráctil, entre lo visible y lo invisible; el antropológico, a través de los innumerables mitos que han asociado a lo largo de la historia el caracol con el origen primigenio del universo y el desarrollo desde el interior hacia el exterior, en un sentido cosmogónico y también en el espiritual; o el simbólico-representativo, por su condición de metáfora posible de la ciclicidad del espacio y del tiempo. Jorge Semprún, a propósito de la escultura de Martín Chirino, ha afirmado que “en la ambigüedad esencial de la forma espiral –muerte y renacimiento; ascenso y caída; progreso y retroceso– [la escultura] asume todas las posibilidades de la materia, acepta todos los desafíos del espacio”. Los caracoles de Santiago Villanueva explotan esa condición indefinida y, por tanto, tremendamente fértil, aunque en un sentido que nada tiene que ver con el que anima las espirales del canario. Para empezar, constituyen un componente referencial muy evidente, bien es cierto que al servicio del concepto y en acción combinada con la manipulación de las texturas, con la incorporación de arenas, pastas y materiales reciclados, con la alternancia de las formas orgánicas y la geometría, del metal y la pintura. Estos animalillos dan cuerpo a las ideas valiéndose de su doble condición de ser vivo y, como hemos visto, de signo multisignificante. El caracol se asoma y, por motivos morfológicos obvios, sirve para encarnar una mirada, una perspectiva, una actitud provocadora sobre el escenario o curiosa ante la vida.

La espiral de las criaturas de Villanueva, por otro lado, no tiene que ver con la de los caracoles reales: más que una concha helicoespiral, lo que arrastran estos atípicos gasterópodos es una especie de carrete cuya sección espiral se percibe sólo desde el lateral del animal. No estamos aquí ante un recinto íntimo en el que refugiarse, sino ante algo así como una prolongación que parece dotar al cuerpo de impulso: más una herramienta que un envoltorio, más un resorte que un refugio. Los caracoles de Villanueva son, así, elementos esencialmente dinámicos, enérgicos a veces hasta el límite de la contradicción. Subrayan el movimiento, incluso hasta renunciar a parte de su naturaleza. Es el caso de Atracción fatal, aéreo y sorprendente, o el de Salida triunfal. En Desencajado, el rasgo de la constancia domina sobre la blandura característica del molusco; en Tobogán, el caracol asume una velocidad que no le corresponde, con efecto humorístico. La ironía y el humor están muy presentes en la obra del madrileño, muchas veces en forma de juego conceptual –el interés del artista por el lenguaje va más allá de la plástica–, como en Hora punta o Visita cultural. Otras, el caracol personifica la voluntad insobornable de desordenar el orden que nos viene dado, como en Perseverancia. En ocasiones, este bichito activo y vigoroso nos hace notar de forma extraordinariamente plástica nuestra precariedad frente a la naturaleza en acción, como en Tramontana. En todos los casos, los caracoles de Villanueva, en los que las connotaciones negativas de lo viscoso han desaparecido en favor de la solidez (lo que tiene mucho que ver con el reiterado elogio de la constancia), señalan la paradoja de lo humilde, de lo aparentemente insignificante que, por medio de la voluntad o de la fe, mueve montañas.

(*) Publicado en Santiago VILLANUEVA, Un instante con huella, Madrid: Eventual Productions, 2006, pp. 7-11; reproducido en la revista en línea Luke, núm. 78, Vitoria: Bassarai, octubre 2006.

13 septiembre 2006

Por qué Igor Mitoraj no es ni clásico ni contemporáneo (ni falta que le hace)

Igor Mitoraj. El mito perdido - Arte en la calle (Fundació La Caixa y Ayuntamiento de Palma)

En el texto que aporta al catálogo de la exposición, Trinidad Nogales quiere llevarse el agua a su noria emeritense e insiste en el carácter presuntamente clásico de la obra de Igor Mitoraj (Oederan, Alemania, 1944), afirmando, por ejemplo, que el “sentido de permanencia que emanan [sus] obras es el mismo que palpamos cuando contemplamos una escultura del mundo clásico”. A mi parecer, nada sería más injusto que una interpretación neoclasicista o renacentista del trabajo de un artista que se inserta plenamente en el discurso de la modernidad. Mitoraj no es clasicista, sino conceptista; no es realista, sino simbolista; no contemporáneo, sino moderno.

James Putnam lo expresa certeramente: el “transcurso del tiempo se refuerza de manera especialmente notable a través de la utilización de la idea del fragmento escultórico como parte integrante de la obra, en cuya superficie el artista reproduce los estragos del tiempo por medio de su singular variedad de pátinas”. El mismo autor apunta que, frente a la función habitual del fragmento en el arte contemporáneo, “el sentido del paso del tiempo expresado por Mitoraj se opone diametralmente a la tabula rasa impuesta al pasado por la modernidad en nombre del progreso”. Cuando el inglés habla aquí de modernidad, alude al arte contemporáneo, impregnado de posmodernidad, fragmentarismo y presente; cuando niega que el arte de Mitoraj se inserte en ese contexto, prefiere otro valor (más jugoso) de la modernidad: el que describió Octavio Paz en Los hijos del limo, que nos llega desde los románticos europeos, a través de las vanguardias y especialmente del surrealismo, y encuentra su herencia más definitoria en la analogía y la ironía: las correspondencias que arrastramos desde Pitágoras como tramoya inteligible del mundo y, frente a ellas, la conciencia de la temporalidad y de la muerte. En la obra de Mitoraj están la analogía, mediante la cual interpreta la realidad conforme a unos cánones que nos permiten asirnos –siquiera precariamente– a ella; y la ironía: en las pátinas fingidas, en el fragmento entendido como ruina, en las vendas que niegan la comunicación. Frente a la banalidad, los grandes artistas se erigen como voceros del tiempo que nos da sentido y, al mismo tiempo, nos consume.

El artista clásico entiende la realidad, o determinado campo de la realidad, como algo perfecto que cabe imitar; el artista moderno, en cambio, tiene un punto de vista conflictivo sobre la realidad: su obra no pretende reproducir, sino cuestionar un mundo que le plantea más dudas que respuestas. Si algo representa el artista del que escribe Paz no es el objeto, sino la mirada sobre el objeto. Y Mitoraj, a diferencia de los renacentistas o los neoclásicos, no intenta recrear la atmósfera grecorromana, sino la que emana de la percepción que de aquella antigüedad clásica obtenemos a través de los siglos por medio de ruinas, restos arqueológicos y piezas de museo. La pátina que incorpora a sus bronces, las grietas de sus figuras screpolate, las heridas y texturas que simulan la descomposición del mármol bajo una intemperie milenaria, la dispositio que finge aleatorias decadencias: todo nos sitúa ante una obra que pone en primer plano la acción del tiempo sobre nuestro juicio del mundo.

Mitoraj es, además, un autor simbolista: sus figuras vendadas indican una preocupación por la incomunicación, sea personal sea en ese mismo ámbito del decurso temporal que acrecienta nuestro desconocimiento hasta el infinito. En ese sentido, las cabezas de Medusa que salpican sus conjuntos (a menudo metáforas del sexo femenino) problematizan aún más la comunicación y proporcionan un nuevo sentido al mito. Las Gambe alate, los torsos también alados presentan una disposición que parece extender el desorden y la desintegración a la misma estructura orgánica del cuerpo representado: el sinsentido en estado puro. Los praxitelianos miembros abren sus costados a pequeños cubículos, receptáculos de hechuras geométricas que albergan rostros vendados o que, vacíos, esperan por fantasmas que, para bien o para mal, habiten esos cuerpos. Los relieves, a veces meros dibujos inscritos a modo de graffiti primitivos, complementan paisajes corporales contaminados de conceptos, de una belleza sobrecogedora que, no obstante, no sirve precisamente de sosiego.

El poder evocador de la ruina se combina eficazmente con la noción de la pérdida del mito: cuando Mitoraj agrieta sus Eros y sus Ícaros tal vez está manifestando –lamentando– la presente ineficacia de la mitología. Maria Aurèlia Capmany ha asegurado que el polaco “maltrata el mito, lo hace pedazos y lo vuelve a construir en su degradación”. Volviendo a las palabras de Putnam en el catálogo, su escultura “nunca alude al primitivismo etnográfico moderno de Moore o Brancusi y, pese a la primera impresión, no se trata simplemente de una imitación de los originales clásicos ni tiene nada que ver con la superficialidad neoclásica de Canova”. En efecto, la ejecución técnica de Mitoraj no tiene nada que envidiar a la de Canova, pero su gesto es mucho más interesante e implica un ámbito mayor del pensamiento. “Además de simbolizar” –sigue el inglés– “una pasión nostálgica por la edad dorada de la escultura clásica, el carácter arcaizante del trabajo de Mitoraj implica un desafío a la modernidad” –y aquí, insisto, entiéndase contemporaneidad–. “Es evidente que su obra no se ajusta al canon de la corriente principal del arte contemporáneo, y que no depende de modas pasajeras representadas en las bienales y en los museos de arte moderno. Goza de una existencia al margen de este mundo y aporta la continuidad histórica de la que nuestra cultura contemporánea tan ávidamente intenta deshacerse.” A Mitoraj no le importan ni el cuerpo humano ni el canon estético tanto como las contorsiones a las que el paso del tiempo ha sometido uno y otro o, lo que es lo mismo, a las que ha sometido nuestro juicio y nuestra conciencia de la belleza, del orden y de lo que nos interesa decirnos los unos a los otros. Amb l'Art / Última Hora.