La trayectoria de José Aranda Bosch (Palma de Mallorca, 1961) es sobradamente conocida como para que aquí necesitemos glosarla; me interesa solamente destacar dos aspectos de su carrera. El primero es su condición de artista integral: igual que ninguna emoción le resulta inaccesible, ningún medio artístico le es ajeno. Pintor y escultor, discípulo de Joaquim Torrens Lladó y de Antonio Saura, ha expuesto en Madrid, Barcelona, París, Nueva York y Chicago, entre otros muchos lugares. No hace más de dos meses publicó su Diari d’Etiòpia i d’Eritrea (2006), que añade la escritura del yo a las incursiones en otros géneros como la poesía (Homo pro se, 1990) o la novela (La montaña oscura, 1998; Joe Martínez. Caso cerrado, 2001). Es así mismo autor de cortometrajes (Le Miró imaginaire, 1993; Corderos de Alá, 2005). Aranda no sólo trabaja, sino que vive como los artistas: cada segundo, con cada poro. Un segundo aspecto que me interesa de su biografía es su obsesión viajera, que lo hace heredero de los artistas románticos y que le sirve para ampliar su mundo de sensaciones y, por tanto, su mundo creado.
La frescura del trabajo sobre el terreno da particular interés a la presente exposición, en cuyos apuntes la acuarela, el guache y el lápiz se mestizan con la arena del desierto de Negev o con recortes de la prensa hebrea. Esa frescura y el dominio de Aranda de la composición compensan el esquematismo de las notas de campo, en las que el pintor ya transmite sensaciones de conjunto verosímiles a través de manchas de color que no necesariamente lo son. En las obras a posteriori, realizadas sobre esos apuntes tras el regreso, desaparece la provisionalidad; perduran las gamas apasionadas y los elementos expresionistas que caracterizaron su obra hasta hace unos años y destaca el mencionado objetivo de trasladar al espectador visiones de conjunto teñidas de subjetividad, diapositivas del alma del artista en cada etapa de su viaje, que suponen o quieren suponer un recorrido iniciático. Se trata sin duda de un tránsito, de una profundización en la actitud que Aranda parece tener minuciosamente presente: el arte como expediente para compartir la experiencia espiritual. Última Hora.
El Santo Sepulcro (2005)