
La obra de Pinya se caracteriza por su espontaneidad. En esto se diferencia de la iconografía medieval o del pop del siglo XX, a los cuales se asemeja por otros motivos. Como el pop art, recurre a motivos de la cultura popular urbana. Como la iconografía religiosa, acude a una abrumadora superposición de elementos reconocibles por el espectador con la inmediatez de lo cotidiano, con la consecuencia de proporcionar, pese al aparente caos, una sensación de mundo completo (y complejo) que resulta de enorme efectividad cara al observador. Objetos industriales y tradicionales, iconos cinematográficos, conceptos filosóficos o teológicos muy simples –en su desnudez se hace nítida nuestra desatención hacia ellos–, el sexo, claves personales, signos habituales de la corrupción social y política, la hipocresía y la superficialidad reinantes, la actualidad, el papel de la televisión, el primitivismo como inocencia reveladora en forma de máscara africana, la religión, la cultura, símbolos personales muy vinculados también a lo urbano y al juego de palabras (la nave espacial, la cucaracha): todo forma parte de un mundo en plena ebullición, que nos es tan propio como ajeno. El aparente desorden responde sólo a la condición multilateral del conjunto de estímulos que recibimos en la calle, en casa, en nuestras relaciones con los demás o en solitario; al valor complementario del primer plano y de la panorámica; al vértigo ante el abismo de la realidad. Última Hora
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