Albert Pinya. Happy Hour - Casal Balaguer
Autodidactismo. Colores planos. No a la perspectiva. Esquematismo en las formas. Presencia de textos, incorporados a la obra como elementos gráficos y también como mensajes al estilo del graffiti popular. Signos, tachaduras. Fragmentarismo. Feísmo. Repetición. Inocencia y frescura en el discurso. El dedo en la llaga. No, no estamos hablando de Jean-Michel Basquiat. Con la misma desenvoltura que el neoyorquino, Albert Pinya (Palma, 1985) carga básicamente contra la comodidad en que nos instalamos hace mucho tiempo. No nos endilga manifiestos, no nos propone soluciones. Su pintura no transmite moral, pero resulta profundamente ética por cuanto se implica, y hasta las cachas, en el mundo que nos rodea, del que absorbe todos los matices posibles al mismo ritmo vertiginoso que aquél nos impone y sin eludir siquiera la propia y consustancial contradicción.
La obra de Pinya se caracteriza por su espontaneidad. En esto se diferencia de la iconografía medieval o del pop del siglo XX, a los cuales se asemeja por otros motivos. Como el pop art, recurre a motivos de la cultura popular urbana. Como la iconografía religiosa, acude a una abrumadora superposición de elementos reconocibles por el espectador con la inmediatez de lo cotidiano, con la consecuencia de proporcionar, pese al aparente caos, una sensación de mundo completo (y complejo) que resulta de enorme efectividad cara al observador. Objetos industriales y tradicionales, iconos cinematográficos, conceptos filosóficos o teológicos muy simples –en su desnudez se hace nítida nuestra desatención hacia ellos–, el sexo, claves personales, signos habituales de la corrupción social y política, la hipocresía y la superficialidad reinantes, la actualidad, el papel de la televisión, el primitivismo como inocencia reveladora en forma de máscara africana, la religión, la cultura, símbolos personales muy vinculados también a lo urbano y al juego de palabras (la nave espacial, la cucaracha): todo forma parte de un mundo en plena ebullición, que nos es tan propio como ajeno. El aparente desorden responde sólo a la condición multilateral del conjunto de estímulos que recibimos en la calle, en casa, en nuestras relaciones con los demás o en solitario; al valor complementario del primer plano y de la panorámica; al vértigo ante el abismo de la realidad. Última Hora
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