Lleonard Muntaner, que de arte entiende lo suyo, suele decirme que a él, cada vez más, le gusta el arte “que le cuente algo”. Hace unas semanas hablábamos aquí de Igor Mitoraj y del sentido más moderno que contemporáneo de sus esculturas expuestas sobre la muralla de Palma: comprometidas con lo humano antes que cualquier otra consideración. Nos encontramos hoy ante un artista neoyorquino que sí parece más contemporáneo que moderno: Adolph Gottlieb (1903-1974), un pintor –en este caso escultor– que paradójicamente, en una carta abierta que publicó en 1943 junto a Rothko, defendió un arte portador de contenido y que éste se relacionase con “la naturaleza trágica y atemporal”. En su evolución hacia el expresionismo abstracto encontramos un afán por captar esa atemporalidad, esa universalidad integrada en la naturaleza que lo colocaría en las filas del arte contemporáneo y que lo acercaría tanto a artistas como Miró o, en el terreno de la escultura y siguiendo la percepción del comisario Sanford Hirsch, David Smith y Alexander Calder. Gottlieb no quiere contarnos nada; nos muestra una realidad alternativa, basada en un equilibrio abstracto y chillón de formas y colores.

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