Ricard Chiang (Barcelona, 1966) ya había dejado adivinar a los palmesanos cuál era el tormentoso ámbito de su reflexión en sus Tentaciones de 2001. Hoy, tres de las más prestigiosas galerías del centro de la ciudad se han asociado para ofrecernos una nueva muestra de su obra más reciente, articulada en cuatro series y presentada en un catálogo cuya valiosa introducción, firmada por Damià Pons i Pons, seguramente hace innecesarias estas notas.Junto a series como Ríos, que Pons ha identificado con la delicadeza y el equilibrio compositivo y emocional del paisaje japonés clásico –y que le permite conjugar la investigación en torno a lo tenebroso con una línea dulce más comercial–, o Raíces, en que, bajo una apariencia inofensiva, positiva lo oculto, Chiang establece en Pin-up las pautas de lo inquietante: a una belleza aparentemente serena acompañan, a modo de sugeridas pesadillas, símbolos o imágenes en nerviosos trazos que nos remiten a lo satánico (la cruz invertida, la Muerte, la estrella de cinco puntas o la cabeza de macho). Goya está en Chiang, pero también Brueghel y el lado oscuro del romanticismo, cuando –avalado por su faceta de dibujante de cómic– abandona la figuración más realista y se decide por estilizados muñecos en Parvulitos del infierno. El horror más o menos intelectualizado adquiere un cariz plenamente irracional cuando no sólo los protagonistas del drama son niños, sino que incluso el trazo empleado imita los monigotes escolares. Insertar motivos terroríficos en un contexto infantil nos arranca sutilmente la condición de espectadores y nos recoloca en la pasividad propia del no adulto, en la que no cabe sacudir la amenaza, sino sufrirla. Continuación aún más dramática de la serie Pesadillas infantiles (2001-2003), estos parvulitos torturados, devorados o desmembrados son góticos en varios sentidos de la palabra: en el de un estilo de simultaneidades sin primor formal ni perspectiva, básicamente expresionista; y en el de un romanticismo en blanco y negro cercano a la literatura vampírica y al cine gore. Lo terrorífico nos atrae porque siempre sobrevivió en nuestras conciencias pese a décadas de educación y madurez: nos sitúa frente a nosotros mismos. Última Hora.
La obra del mencionado Bianchi (Anagni, 1955) se caracteriza por investigar en materiales poco habituales en el arte. Hojas muy finas de metales nobles, paladio, yeso o, como en esta ocasión, fibra de vidrio y cera, son vehículo a veces de estudiadas geometrías, y otras de configuraciones de aspecto cartográfico o catastral, al mismo tiempo que sugieren una entidad orgánica que resulta, así, contradictoria. De Jannis Kounellis (El Pireo, 1936) destaca el sentido de la ironía y su inteligente manipulación de los objetos cotidianos, que tras pasar por sus manos adquieren nuevas funciones y sentidos. Quiero detenerme, por último, en la obra de Giulio Paolini (Génova, 1940), que con su Intervalo (1984) o su Bis a bis (1992) cuestiona la identidad humana y la forma en que entendemos su presencia en el espacio y en el tiempo, trasladando el punto de vista de la percepción que ejercemos sobre la realidad fuera del propio hombre. Última Hora.

Y, apresuradamente, recae la vista en La iglesia (Santa Clotilde, París) (1991), del neoyorquino Andrés Serrano. Serrano demuestra que la fotografía puede ser vehículo de la poesía en una instantánea de composición redonda en que la monumentalidad muestra sus orines, la luz se alía dramáticamente con las sombras y la presencia del hombre se manifiesta sólo por sus enseres: una silla vacía introduce la única nota de color en el silencio pétreo, gris y solemne del templo, delata la actividad humana y plantea más dudas que certezas. Parecido concepto dramático, pero con resultados mucho más conciliadores, se da en El museo de Pérgamo 2 (2001), del alemán Thomas Struth, en el que en vez de silencio escénico encontramos actores en acción, y una confluencia del pasado arqueológico y los esquemas actuales que pretende proporcionarnos explicaciones que nos tranquilicen. También apresuradamente cabe lamentar el mal gusto del registro fotográfico de una performance ciertamente reprobable de la serbia Marina Abramovic, The Lips of Thomas (1975/1997), que confunde la obligación que el arte tiene de sacudir las conciencias con la atracción enfermiza por la violencia. O el acierto de los españoles María Bleda y José María Rosa, que con Campos de batalla (1995-1996) tienden un puente desolemnizador entre el pasado de las grandes gestas y un presente de paisajes cotidianos. Última Hora.