Gudmundur Gudmundsson (Olafsvik, 1932), conocido en el mundo del arte como Erró, no es un teórico. Esto se desprende tanto de la observación de su trabajo como de su poética, de sus propias declaraciones acerca de su obra y las motivaciones que lo impulsan a llenar el lienzo –a veces hasta el horror vacui. “Pinto”, ha dicho, “porque pintar es una forma privada de utopía, el placer de contradecir, la felicidad de estar solo contra todos, la alegría de provocar”. Concebido así, el arte es un tren en permanente marcha, sin origen ni destino conocidos, en que el artista viaja como única respuesta posible a sus dudas. “Pintar consiste en sobreponerse al silencio”, ha confesado también. “Cuando pinto, nunca pienso que debería subordinar mi obra a ninguna fórmula impuesta, ni a reglas de ningún tipo de doctrina”. Más que en decir, por tanto, la obra de Erró consiste en no callar; y esto, en un mundo de contradicción en el que desconocemos principios rectores o metas plausibles, significa poner de manifiesto tal contradicción. En esto se ha especializado Erró; no por nada algún crítico lo ha calificado de “antropólogo activista”.Su infatigable, minuciosa y prolífica labor supera el pop-art más trivial por dos motivos: una enriquecedora sensibilidad previa de raíz surrealista y una intención política omnipresente. Erró no parece asumir ningún estilo, sino que emplea los preexistentes como piezas de collage; se pone en el lugar del espectador y pretende sobrevivir al ensordecedor abuso contemporáneo de la imagen, que equivale al silencio. Tampoco inaugura ninguna línea de pensamiento complejo, pero sacude las conciencias mediante la superposición de discursos plásticos habitualmente desligados. Especialmente efectiva es su época maoísta, en que la retórica de la propaganda china, en virtud de su carga anticapitalista y de su procedencia exótica, viola –con serenidad y pulcritud extremas, sin embargo– los sagrarios de la cultura clásica occidental: la arquitectura veneciana (Mao en San Marcos, 1974) o el prerrafaelismo victoriano (Para Alma-Tadema, 1977-2000), por ejemplo. En otros casos, la permanente búsqueda de Erró se resuelve menos felizmente, en forma de exabrupto (L’officiant, 1965) o chiste (Maquillage, 1979), no mucho más allá del mero ingenio. Incómodo para el burgués, en todo caso. Última Hora.
Pero no es éste el motivo por el que Europeos conmueve al espectador. Su autor afirmó que “en realidad, no estoy nada interesado en la fotografía en sí. Lo único que quiero es captar una fracción de segundo de la realidad”. Su código estético le impedía manipular sus imágenes en el laboratorio; no recortaba los negativos para mejorar el encuadre. Definió el arte fotográfico como “el reconocimiento, en una fracción de segundo, de la relevancia de un acontecimiento y, al mismo tiempo, de la organización precisa de formas que dan a ese acontecimiento su expresión máxima”. Con estas premisas, se entiende que la actitud de Cartier-Bresson fuese más la del artista que la del periodista: sus resultados no proceden de la elaboración, sino de una cuasi epifanía en la que la formación quizá no tuviese tanto peso como la revelación.