Giordano Vaquero Campo. Ausencia - Centre Cultural La Misericòrdia
Ya me habían hablado de Giordano Vaquero Campo (Alcázar de San Juan, 1950). Ya me habían dicho, y estos días he podido comprobar que es cierto, que de arte sabe todo lo que se puede saber y aún más. Lo cual sorprende más cuando él confiesa que donde más a gusto se encuentra es en su taller de Alcázar de San Juan y que apenas sale. Su apego al hogar no le ha impedido acumular un caudal de conocimientos sobre todas las disciplinas del arte contemporáneo que está muy lejos de la palabrería al uso y lo sitúa en una esfera cosmopolita, universal. Y esto se refleja en su obra. Por otro lado, la cordialidad y la sinceridad de su trato han hecho que en su compañía me sienta como en la de un viejo amigo.
En los cuadros de Giordano Vaquero asistimos a una superposición de planos de un gran rendimiento comunicador. Nuestra percepción de la realidad es siempre fragmentaria, y la forma en que Vaquero interpreta esa imposibilidad del conocimiento perfecto se asemeja menos a la yuxtaposición del puzzle que a la superposición de planos que caracteriza a la fotografía, o que podría darse en una sucesión de ventanas de diferentes brillos y opacidades. En ese sentido, el sabio empleo del collage –siempre justo, mesurado– es solamente un elemento más en esa política de sacrificar la homogeneidad en aras del conjunto. La misma función tienen la alternancia de manchas y trazos, el trabajo metódico de las texturas, un color discordante o un material diferente que rompen la uniformidad, una tímida sugerencia orgánica en un paisaje mineral, la abstracta presencia de rayaduras, adiciones en volumen, salpicaduras, arrugas, textos... Como los de la realidad, los elementos que integran la obra de Giordano son variados, complejos y a veces antitéticos; los resultados son, paradójicamente, de una armonía nueva, como corresponde al verdadero creador. Como ha señalado José Corredor-Matheos en el prólogo del hermoso poemario de Teresa Martín Taffarel que ilustra Giordano, Lecciones de ausencia, “el tiempo parece haber dejado su huella en estas pinturas”; a veces, me atrevo a añadir, por matizar de simultaneidad y, por tanto, de verdad, ese conjunto de planos que con tanta eficacia se superponen; otras, porque el mismo tiempo pasa misteriosamente a formar parte del código abstracto y las texturas sugieren los orines del uso, la huella de la mano del hombre sobre los materiales, el prestigio melancólico de la arqueología, incluso la calidad fósil y esencial de los hallazgos paleontológicos.
La técnica no podía ser más apropiada, porque el lenguaje de Giordano Vaquero no busca soluciones, sino que presenta atisbos, sugiere intensidades: manifiesta dudas. Me comentaba estos días el pintor que, cuando visita una ciudad, le interesan más los misterios que ésta le presenta que su belleza en sí. En particular, me comentaba su llegada al Temple: el arco que guarda el paso al recinto, el pasaje, el huerto prometedor de signos centenarios le resultaban tan sugerentes que apenas le quedaba interés por visitar la iglesia cerrada. Es evidente que se trata de una cuestión de carácter: en sus cuadros cuestiona una realidad que dista mucho de ser soluble o explicable. Los títulos de sus series tienen que ver con el misterio, con el no, con la ausencia: afirmar a través de la pregunta o de la negación no es sólo un rasgo del carácter de los gallegos, como afirma el tópico; es una actitud sabia que emparienta el discurso de Giordano con el de los filósofos.
En el caso de la serie Ausencia, la compenetración entre los cuadros de Giordano y los poemas de Teresa Martín Taffarel resulta evidente, puesto que comparten el lenguaje de la duda y el silencio; pero la esclarece todavía más toda una historia de complicidades, intercambios y trabajo compartido que Giordano me desveló la otra tarde ante un café. Pero nadie crea que se trata de arte de circunstancias. La serie sobre papel se inserta perfectamente en esa necesidad estética y vital que comentaba líneas arriba y que le es consustancial al trabajo del artista: la de bucear en los abismos insondables de la realidad, la de tirar de los hilos más enmarañados, la de delimitar lo poco que alcanzamos a conocer de las cosas merced a lo mucho que desconocemos; la negación, la paradoja, la ausencia. En este discurso tan enormemente fructífero que es el de la carencia –y, por tanto, de la indagación permanente–, se inserta con feliz éxito la obra de Giordano Vaquero Campo. Amb l'Art. Última Hora.
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