Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, 1927-Zaragoza, 2005) fue un inclasificable artista que dejó detrás de sí una obra abundante y polimórfica, en la que literatura y pintura fueron manifestaciones de un mismo espíritu incansable. En 1964 dejó su plaza de maestro en pueblos de La Mancha para mudarse a Palma y trabajar para Cela como secretario de redacción de Papeles de Son Armadans. En Mallorca entró en contacto con John Ulbricht, Robert Graves, Américo Castro y un sinfín de personalidades de las artes y las letras entre las que la de mayor influencia fue Joan Miró. Residió en La Bonanova, muy cerca de Cela y de Miró, hasta 1975, en que se mudó a Zaragoza; en 1969 había recibido el premio Ciudad de Palma por su novela Un caracol en la cocina.
Lo que nos interesa en el momento intensamente mironiano que atravesamos es su libro póstumo Vientos en la veleta, una colección de notas y recuerdos autobiográficos del polifacético autor que Libros del Innombrable publicó el pasado octubre. En su capítulo “Recuerdos de Miró”, Fernández Molina desgrana su acercamiento juvenil –insólito en un bachiller de la época– a la obra de Miró, su posterior acercamiento personal ya en su etapa mallorquina, su amistad con el artista y su familia, la afición del pintor por los objetos encontrados durante sus paseos, su condición de lector de poesía, su carácter, su vestimenta, su relación con el arte efímero y otros muchos aspectos del máximo interés. Se trata de un testimonio excepcional que, por su respeto, discreción, admiración, autorizado conocimiento y cariño infinito hacia el retratado, merece la pena hojear estos días. Para el que desconozca a Miró, puede constituir un delicadísimo primer acercamiento al artista y su obra. Última Hora. Luke.
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