No sorprende a estas alturas la calidad de Fernando Botero (Medellín, 1932); lo aparentemente inusual es la temática de las obras seleccionadas por la CAM y el Museo Nacional de Colombia. Se trata de una serie donada por el artista a dicho museo en 2004, unas sesenta obras fruto de la actividad de los cinco años inmediatamente anteriores en las que acomete el tema de la violencia en su país. Estábamos acostumbrados a que el artista nos presentase una versión amable del mundo, una personal combinación de lealtad a las raíces clásicas de la plástica (todavía es difícil no reconocer en él rasgos del Quattrocento), una reinterpretación del muralismo mexicano, ironía y una voluptuosidad tropical en los volúmenes y en los colores. En definitiva, una concepción del arte marcada por la celebración, el humor y cierta pronunciada poetización de lo representado. Y, sin embargo, la violencia había salpicado su obra aquí y allá desde su primera Mujer llorando (1949).

A finales de los noventa Botero sintió la necesidad de completar su visión de la realidad de su país en ese sentido, aunque desde luego no movido por el compromiso social: “No aspiro a que estos cuadros vayan a arreglar nada”, afirmó en 2001. “No estoy haciendo arte comprometido, ese arte que aspira a cambiar las cosas, porque no creo en eso”. Más bien parece algo así como coherencia profesional: el artista se debe a sí mismo cierta exhaustividad, y eludir el fenómeno de la violencia en Colombia supondría hurtarle una buena dosis de la realidad a su obra. Cuando Botero acomete esta serie vuelve a dejar constancia de sus dotes de dibujante y de su enorme capacidad simbólica e irónica. Sus personajes –víctimas y verdugos– aparecen sometidos a una especie de fatum que se traduce en su característico rictus, entre resignado y dolorido. No por conocidas cabe obviar las muchas destrezas del artista: la representación de lo instantáneo (Carro bomba, 1999), la rotundidad carnal (Alarido, 2002) y, sobre todo, el magnífico dominio de la composición, que destaca por su globalidad en El desfile (2000) y se contrae a modo de inusual, pavorosa naturaleza muerta en los trabajos titulados Motosierra (2003, 2004). Última Hora.

Rasgos de lo femenino son el recurso a lo íntimo (ya el mismo tono del catálogo nos introduce en un mundo de intimidades declaradas), el cultivo del recuerdo y, me parece, una diestra compatibilización de los colores cálidos y cierto tono prudente o moderado (La tardor de la vida). El uso de flores (Femení, singular) y prendas femeninas (Queda en el record un vestit lluent; El vestit blau; Aquella festa) como motivos protagonistas redunda en unos contenidos figurativos claros, a menudo asociados a la memoria y al sueño, y su empleo como expediente técnico-retórico caracteriza un lenguaje fuertemente anclado en la realidad. Cierta tendencia a la abstracción deriva, no obstante, de la estilización de esos mismos motivos, inevitable en una artista tan interesada en los aspectos técnicos y en el lenguaje; Nicolau, pues, resuelve con naturalidad e inteligencia el falso debate abstracción-figurativismo. Lo mismo sucede en los paisajes, esenciales y de enorme intensidad cromática (Horabaixa de coure). Algunos elementos oníricos siguen girando en torno a los referentes de las naturalezas muertas de etapas anteriores (Somiàvem clarors i fruites confitades). El homenaje a Velázquez (y a Manolo Valdés, presente actualmente en el Paseo del Borne de la capital) lo encontramos en La infanta, y nos sorprenden los fuertes contrastes de, entre otras piezas, Més blanc que negre, una mixta sobre tela en que el motivo indumentario y los tactos de lo textil se combinan en armonioso conjunto. El equilibrio cromático es siempre fundamental en las composiciones de Nicolau; el frecuente uso de complementarios, la contraposición de blancos y negros y el predominio de gamas cálidas son reconocible marca de la casa. Última Hora.
