Cuando contemplo la obra de Pep Girbent (Sóller, 1966), recuerdo una noticia de no hace mucho: un estudio científico concluía que la duración del presente es de tres segundos. Al parecer, esto es lo que tarda nuestro sistema nervioso en procesar los estímulos exteriores y convertirlos en un acto de percepción antes de que seamos conscientes de que ya han ocurrido y se inserten en el flujo lógicotemporal. Con Girbent no puedo evitar la sensación de presenciar la imposible plasmación de ese presente que dura tres segundos: la captación del momento en toda su singularidad y con todos sus vínculos con el pasado y el futuro expresos inexplicablemente mediante el sabio aprovechamiento simultáneo de los recursos de la fotografía y la pintura.
 El arte de Girbent es fronterizo por muchos conceptos, no sólo por la reflexión metapictórica en que abunda; en 2003, el artista sintetizaba su actitud con una frase de Berkeley: “El sabor de la manzana no está en la manzana misma, sino en el contacto de ésta con el paladar”. Se trata de pintura, pero en su concepción, y a través del empleo de la imagen fotográfica o del fotograma, se encuentra buena parte de lo que también caracteriza al cine: la expresión del movimiento. La imagen de Girbent capta, inmoviliza y presenta los efectos del decurso temporal sobre las figuras. Aparte su impacto plástico, la pintura aporta a la base fotográfica una alta dosis de reflexión y una singularidad propiciada por su particular ejecución: si en la fotografía la instantaneidad proviene de un disparo a su vez instantáneo, en la pintura de Girbent surge como fruto de un trabajo largo, reflexivo y minucioso como es el óleo sobre aluminio o tabla. Y ese detenerse sobre el instante permite que una imagen emborronada por el movimiento o un encuadre atípico adquieran cualidades expresivas y enfaticen sin enfatizar, en un alarde de economía de recursos. Reproducir lo instantáneo, y reiterarlo como prueba de su singularidad, convierte la imagen del presente en imagen para la historia. Enormes virtudes técnicas de Girbent son su manejo maestro del encuadre, su paradójica renuncia al énfasis y, en suma, una factura al alcance de muy pocos artistas. Última Hora.
 El arte de Girbent es fronterizo por muchos conceptos, no sólo por la reflexión metapictórica en que abunda; en 2003, el artista sintetizaba su actitud con una frase de Berkeley: “El sabor de la manzana no está en la manzana misma, sino en el contacto de ésta con el paladar”. Se trata de pintura, pero en su concepción, y a través del empleo de la imagen fotográfica o del fotograma, se encuentra buena parte de lo que también caracteriza al cine: la expresión del movimiento. La imagen de Girbent capta, inmoviliza y presenta los efectos del decurso temporal sobre las figuras. Aparte su impacto plástico, la pintura aporta a la base fotográfica una alta dosis de reflexión y una singularidad propiciada por su particular ejecución: si en la fotografía la instantaneidad proviene de un disparo a su vez instantáneo, en la pintura de Girbent surge como fruto de un trabajo largo, reflexivo y minucioso como es el óleo sobre aluminio o tabla. Y ese detenerse sobre el instante permite que una imagen emborronada por el movimiento o un encuadre atípico adquieran cualidades expresivas y enfaticen sin enfatizar, en un alarde de economía de recursos. Reproducir lo instantáneo, y reiterarlo como prueba de su singularidad, convierte la imagen del presente en imagen para la historia. Enormes virtudes técnicas de Girbent son su manejo maestro del encuadre, su paradójica renuncia al énfasis y, en suma, una factura al alcance de muy pocos artistas. Última Hora.
 
 

 No encontramos peros, en cambio, a la afortunada combinación de destreza técnica y adecuación al tema que alcanza en otras obras –las más–, en las que el punto de vista es decididamente cenital, los espacios se reducen prácticamente a las dos dimensiones y la representación renuncia a signos de dinamismo para centrarse en la descripción inteligente y densamente matizada del objeto. Se trata de figuras con reminiscencias de nuestro pretérito biológico, cuadros que nos recuerdan aquel vocabulario que en alguna etapa de nuestras vidas nos interesó por sus infinitas sugerencias y que ofrecía voces como “pérmico”, “cámbrico” o “devónico”. Los pseudofósiles de Ramis aluden a la condición paleontológica de los seres representados a veces de forma expresa (mediante esqueletos, espinas y corazas varias: Fòssil mitològic, Peix antic, Ammonites, Cranc fòssil), pero en todos los casos por la textura mineral de esos seres y por su naturaleza primitiva. En ocasiones es un fondo marino, tamizado por la luz acuática y por la necesaria perspectiva cenital, lo que se nos ofrece como espacio bidimensional en que se desarrolla o se desarrolló la vida (Ophiura, Fons marí amb corns), o bien un suelo de apariencia inhóspita, que podría ser desértico o lunar, en el que las huellas de la vida y sus avatares se manifiestan entre la decadencia (Cornet, Ploma negra), la agresión (Contaminació: hermosísima pieza), el desvalimiento (Cuc de sang), la procreación tal vez fallida (Niu) y la revolución geológica (Volcans). Un dinamismo contenido, todavía aferrado a lo bidimensional, lo encontramos en L’atac del dragó; o en Safareig, donde la reducción al plano radica en la representación de los peces y sus sombras en movimiento desde la refracción igualadora de una superficie líquida. Última Hora.
No encontramos peros, en cambio, a la afortunada combinación de destreza técnica y adecuación al tema que alcanza en otras obras –las más–, en las que el punto de vista es decididamente cenital, los espacios se reducen prácticamente a las dos dimensiones y la representación renuncia a signos de dinamismo para centrarse en la descripción inteligente y densamente matizada del objeto. Se trata de figuras con reminiscencias de nuestro pretérito biológico, cuadros que nos recuerdan aquel vocabulario que en alguna etapa de nuestras vidas nos interesó por sus infinitas sugerencias y que ofrecía voces como “pérmico”, “cámbrico” o “devónico”. Los pseudofósiles de Ramis aluden a la condición paleontológica de los seres representados a veces de forma expresa (mediante esqueletos, espinas y corazas varias: Fòssil mitològic, Peix antic, Ammonites, Cranc fòssil), pero en todos los casos por la textura mineral de esos seres y por su naturaleza primitiva. En ocasiones es un fondo marino, tamizado por la luz acuática y por la necesaria perspectiva cenital, lo que se nos ofrece como espacio bidimensional en que se desarrolla o se desarrolló la vida (Ophiura, Fons marí amb corns), o bien un suelo de apariencia inhóspita, que podría ser desértico o lunar, en el que las huellas de la vida y sus avatares se manifiestan entre la decadencia (Cornet, Ploma negra), la agresión (Contaminació: hermosísima pieza), el desvalimiento (Cuc de sang), la procreación tal vez fallida (Niu) y la revolución geológica (Volcans). Un dinamismo contenido, todavía aferrado a lo bidimensional, lo encontramos en L’atac del dragó; o en Safareig, donde la reducción al plano radica en la representación de los peces y sus sombras en movimiento desde la refracción igualadora de una superficie líquida. Última Hora.

