Todavía hay una semana para visitar la muestra de Velcha Vélchev (Dimitrovgrad, 1959) en la calle Concepción. Serbio de apellido búlgaro, Vélchev se afincó en Mallorca en 1991, huyendo de los conflictos balcánicos de la época. Su comarca natal, fronteriza con Bulgaria, perteneció a ésta hasta 1919 y está poblada por una minoría nacional que ha sufrido desde entonces dura represión y, desde el acceso de los comunistas al poder, y especialmente en la era Milosevic, ha estado sometida a un subdesarrollo programado y al despojo de su identidad. Si a un pasado colectivo de precariedad económica, paro estructural, emigración forzada, incomunicación física, represión del idioma y conflicto sociopolítico larvado, añadimos una dictadura feroz, varias guerras y –por fin– una sensibilidad artística, el resultado ha de ser una obra de grandes contrastes, de preguntas explícitas, de lutos y esperanzas.
En esta primera incursión verdaderamente no figurativa de un artista que ha demostrado en otras ocasiones el dominio de la técnica mixta, la factura sólo aparentemente irresuelta de los cuadros somete todo –es decir, la existencia– a la condición de magma. La integración de pintura y materiales dados, tanto industriales (cartones, alambres) como naturales (caracoles) en ordenada disposición de filas y columnas, opera en el sentido de proporcionar alguna referencia estructural y de pensamiento, algún detalle que con levedad remita a un orden visible. El empleo de textos y otros signos incorporados al discurso plástico insiste en el esfuerzo por dotar de inteligibilidad a lo ininteligible: palabras integradas en esas composiciones de carácter magmático, pero también simbolismos muy escuetos en las espirales, en esas cruces que, a veces, parecen denotar encrucijadas, y otras sembrar camposantos de terrible evocación. Las inscripciones, como los contrastes y las gradaciones de blancos y negros, traducen con un tono vagamente evangélico la búsqueda del sentido en medio de un caos de contrasentidos: un “No somos nada y lo somos todo” que desafía a la muerte; un “Caminos” y un “Quo vadis, domine?” que manifiestan una voluntad bastante explícita: la de forjar un íter existencial y, por tanto, artístico. El artista y el hombre son, al fin y al cabo, sufridos viajeros, y escoger sendero es su oficio. Última Hora.
La horizontalidad que ya resultaba evidente en los noventa, el interés por el plano y sus imperfecciones y la idea de orden como sustento necesario de toda creación y, pese a todo, aspiración frustrada –un orden desautorizado por fuerzas superiores, o bien un orden por restaurar–, han sobrevivido en la obra más actual de Planas. Hay tendencia en ella a resaltar los procesos y, por tanto, a mostrar productos mixtos en su geometría, en sus materiales o en su acabado. Las retículas parecen sobrevivir a la disolución del objeto dado o, tal vez, acometer una reconstrucción de su tejido que se nos presenta inacabada y, por lo mismo, viva. En su serie Escletxes, hierros de presencia industrial presentan hendiduras u orificios de aspecto casual. El equilibrio de sus composiciones –paradójico, como ha escrito con acierto Virginia Roy–, pese a quebraduras y asimetrías, resulta de una índole cálidamente humana: como si, en el curso de la búsqueda, Planas hubiese dado con la clave de tanto desequilibrio, de tanta pregunta sin respuesta en torno al sentido de la obra y, por tanto, de la realidad. Última Hora.
