El proceso que lleva del mineral purificado y transformado en un material de aplicación industrial y cualidades plásticas –el cemento–, a través de su mezcla con gravas, arenas y pigmentos naturales, hacia su postrera reformulación en piedra creada convierte a Franco Monti (Milán, 1931) en una especie de elemento activo del mundo, en un demiurgo genuino entre cuyas manos cobran nueva vida los impulsos de la tierra.
Formado en las artes africanas, precolombinas y oceánicas, este ibicenco de adopción y viejo conocido de los palmesanos ha investigado durante años las relaciones que se dan entre la pieza de arte y el mundo físico y espiritual en que ésta encuentra su lugar. Depurando la forma, Monti explica, al cabo, el diálogo permanente entre lo finito y lo infinito. Desde las piezas de tres metros hasta las más reducidas, se dan en la escultura que Monti viene practicando en hormigón desde los años ochenta algunas constantes, con gran coherencia desde mediados de los noventa. Por ejemplo, la relevancia concedida al color integrado y no superpuesto, siempre con connotaciones naturales: así sucede con los ocres y el verdín de Otoño (2000) o con los cálidos encendidos de Verano (2006); igualmente, la acertada gestión de superficies porosas y pulidas en sus acabados, con el resultado de piezas que respiran, objetos que, fruto del molde y la herramienta, parecen no obstante arrancados de la tierra.
