
La polisemia que es característica del caracol y de la forma espiral que lo determina afecta a todos los ámbitos: el puramente físico, con su acento de misterio matemático y su naturaleza retráctil, entre lo visible y lo invisible; el antropológico, a través de los innumerables mitos que han asociado a lo largo de la historia el caracol con el origen primigenio del universo y el desarrollo desde el interior hacia el exterior, en un sentido cosmogónico y también en el espiritual; o el simbólico-representativo, por su condición de metáfora posible de la ciclicidad del espacio y del tiempo. Jorge Semprún, a propósito de la escultura de Martín Chirino, ha afirmado que “en la ambigüedad esencial de la forma espiral –muerte y renacimiento; ascenso y caída; progreso y retroceso– [la escultura] asume todas las posibilidades de la materia, acepta todos los desafíos del espacio”. Los caracoles de Santiago Villanueva explotan esa condición indefinida y, por tanto, tremendamente fértil, aunque en un sentido que nada tiene que ver con el que anima las espirales del canario. Para empezar, constituyen un componente referencial muy evidente, bien es cierto que al servicio del concepto y en acción combinada con la manipulación de las texturas, con la incorporación de arenas, pastas y materiales reciclados, con la alternancia de las formas orgánicas y la geometría, del metal y la pintura. Estos animalillos dan cuerpo a las ideas valiéndose de su doble condición de ser vivo y, como hemos visto, de signo multisignificante. El caracol se asoma y, por motivos morfológicos obvios, sirve para encarnar una mirada, una perspectiva, una actitud provocadora sobre el escenario o curiosa ante la vida.
La espiral de las criaturas de Villanueva, por otro lado, no tiene que ver con la de los caracoles reales: más que una concha helicoespiral, lo que arrastran estos atípicos gasterópodos es una especie de carrete cuya sección espiral se percibe sólo desde el lateral del animal. No estamos aquí ante un recinto íntimo en el que refugiarse, sino ante algo así como una prolongación que parece dotar al cuerpo de impulso: más una herramienta que un envoltorio, más un resorte que un refugio. Los caracoles de Villanueva son, así, elementos esencialmente dinámicos, enérgicos a veces hasta el límite de la contradicción. Subrayan el movimiento, incluso hasta renunciar a parte de su naturaleza. Es el caso de Atracción fatal, aéreo y sorprendente, o el de Salida triunfal. En Desencajado, el rasgo de la constancia domina sobre la blandura característica del molusco; en Tobogán, el caracol asume una velocidad que no le corresponde, con efecto humorístico. La ironía y el humor están muy presentes en la obra del madrileño, muchas veces en forma de juego conceptual –el interés del artista por el lenguaje va más allá de la plástica–, como en Hora punta o Visita cultural. Otras, el caracol personifica la voluntad insobornable de desordenar el orden que nos viene dado, como en Perseverancia. En ocasiones, este bichito activo y vigoroso nos hace notar de forma extraordinariamente plástica nuestra precariedad frente a la naturaleza en acción, como en Tramontana. En todos los casos, los caracoles de Villanueva, en los que las connotaciones negativas de lo viscoso han desaparecido en favor de la solidez (lo que tiene mucho que ver con el reiterado elogio de la constancia), señalan la paradoja de lo humilde, de lo aparentemente insignificante que, por medio de la voluntad o de la fe, mueve montañas.
(*) Publicado en Santiago VILLANUEVA, Un instante con huella, Madrid: Eventual Productions, 2006, pp. 7-11; reproducido en la revista en línea Luke, núm. 78, Vitoria: Bassarai, octubre 2006.